Psicoterapia Breve: Un Abordaje Ecléctico – Parte 3
por Flávio Gikovate em STUM WORLDAtualizado em 01/10/2007 13:56:59
Traducción de Teresa - [email protected]
3. Propiedades de un “buen psicoterapeuta”.
En las revistas de psiquiatría surgen periódicamente estudios completos (meta-análisis) de revisión de la eficacia de los diversos tipos de psicoterapia. Los resultados son, casi siempre, similares – hoy con cierta ventaja para las técnicas cognitivo-conductistas especialmente en los casos específicos en que el miedo o la ansiedad entran en juego. Además de resultados bastante semejantes, recuerdo un estudio que he leído hace casi 30 años (cuya referencia se me escapa) que demostraba que, en vez de seguidores de una u otra de las diversas técnicas, los terapeutas podían ser clasificados en “buenos” y “malos”. Y además, que los buenos terapeutas trabajaban, en la práctica, de modo muy similar, con independencia de la corriente teórica a la que estuviesen afiliados. O sea, en la realidad, eran terapeutas eclécticos, que actuaban conforme a procedimientos que excedían los límites de las doctrinas en que habían sido formados.
Quedé profundamente impresionado por ese estudio, que era norteamericano, en que la práctica parecía ser más importante que la teoría. Puede que sea pretensión, pero lo que me gustaría describir aquí son las propiedades que considero fundamentales para aquellos que deseen formar parte del grupo de los buenos terapeutas. Y la primera se deriva de lo que ha se ha escrito: que la voluntad de ayudar al paciente, de comprender lo que pasa con él sea más grande que el deseo de encajarlo dentro de las normas de cualquier teoría.
Ese deseo de comprender y de entenderse verdaderamente con el otro es el elemento esencial de aquello que se llama empatía. No se trata de un proceso fácil y no es, para la mayoría de nosotros, un fenómeno espontáneo. Se trata inicialmente de comprender la dificultad que existe en la comunicación entre los humanos, aun entre aquellos que hablan el mismo idioma y han crecido en una misma cultura. Cada “software” es único, ya que a partir de los 2-3 años de edad cada uno comienza a correlacionar las informaciones que ha recogido por medio de palabras; ese proceso se hace cada vez más complejo e impar, puesto que el modo de organizar los pensamientos no es igual ni siquiera en los gemelos univitelinos – cuyas diferencias, tanto en temperamento como en lo que se refiere a conductas patológicas, han sido registradas con frecuencia creciente en las publicaciones técnicas. Así, cada uno de nosotros es una especie de isla incomunicada, y la consciencia de ese carácter único nos da la idea de lo difícil que es intentar penetrar en el alma del otro. Cada uno de nosotros, por ser únicos, estamos condenados, en lo esencial, a una “radical soledad” (Ortega y Gasset).
La consciencia de esa dificultad en la comunicación entre nosotros y nuestros pacientes no debe estar al servicio de desanimarnos. Debe alertarnos de que empatía no implica que nos coloquemos en el lugar del otro llevando nuestra alma a su cuerpo. Tenemos que intentar comprender cómo funciona el alma del otro. Tenemos, como “hackers”, que entrar en el “software” del paciente para comprender cómo opera, a fin de mejor detectar las deficiencias y fallos en su sistema. Después tenemos que “salir de dentro de él” y, desde fuera, tratar de contarle qué es lo que hemos visto, mientras hemos estado “en él”. La verdadera empatía se fundamenta en la aceptación de las diferencias y en la tentativa de superación de las dificultades de comprensión entre diferentes.
Lo que ocurre cuando obtenemos éxito en este tipo de procedimientos es que el paciente se siente amparado, comprendido. ¡Se siente menos solo! Ya estamos frente a una relación especial que, bien usada, podrá tener gran eficacia terapéutica. Es más, ese mismo trabajo, cuya referencia he perdido, hablaba mucho sobre la importancia de los “factores inespecíficos” en la eficacia de las psicoterapias. Los factores específicos serían los derivados de la teoría y técnica particular que acaso esté siendo puesta en práctica. Los factores inespecíficos dependen más que nada de la postura de empatía del terapeuta, así como de otras peculiaridades propias de su personalidad. Todo lleva a creer que los factores inespecíficos están lejos de ser irrelevantes cuando se trata de evaluar los resultados. Así, además de familiarizarse con una determinada teoría psicológica – que idealmente deberá ser ecléctica y abierta a todo tipo de innovaciones – y de conocer procedimientos psicoterapéuticos específicos, el buen terapeuta ha de preocuparse consigo mismo, con su propia evolución como persona, con su papel, con lo que él va a representar para sus pacientes.
En verdad estoy refiriéndome a dos cuestiones diferentes: la del llamado “efecto placebo” y la de las propiedades psicológicas del buen terapeuta. Algunas breves palabras acerca del efecto placebo son indispensables, toda vez que la actitud positiva del paciente ante la eficacia de cualquier tipo de medicación, fármaco o cualquier otro tipo de tratamiento, parece aumentar mucho la eficacia de dicho tratamiento. Recuerdo, hace 30 años, a un cardiólogo querido – fallecido prematuramente – que había venido a contarme, impresionado, cómo el propanolol parecía mucho más eficaz cuando era prescrito por él que por los colegas que no eran tan entusiastas respecto de lo terapéutico de los llamados beta-bloqueadores que estaban naciendo por aquellos años. Era como si fuesen dos medicamentos distintos, decía él: ¡el que prescribía él, parecía de mejor calidad que el de sus colegas!
Los estudios respecto de hipnóticos exigen, ante todo, controles sofisticados con drogas neutras – los placebos – toda vez que un tercio de los pacientes adormecen con píldoras de talco, mientras que el mejor de los hipnóticos adormece a dos tercios de los insomnes. Hay tendencias en los USA de iniciar todo tipo de tratamiento farmacológico para el insomnio con placebos, ya que se resolvería buena parte de los casos sin necesidad de medicación eficaz. Ahora bien, si eso es válido para la medicina en general, ¿qué decir de su eficacia en los tratamientos esencialmente psicológicos? Es posible que la eficacia de todos los tipos de terapias alternativas, sin base teórica alguna, esté fundada tan sólo en el optimismo y en las bellas palabras proferidas por quien aplica tal tipo de “tratamiento”. Es probable también que el efecto placebo no tenga eficacia a largo plazo y jamás debería ser visto como procedimiento terapéutico por sí solo. Sin embargo, sirve muy bien para el comienzo de una relación psicológica, para que se establezca un buen clima, un clima de confianza y optimismo que, sin duda alguna, aumenta mucho las posibilidades de llegar a un buen resultado, especialmente cuando a ese efecto se asocia un procedimiento terapéutico efectivo y eficaz.La preparación intelectual y emocional del psicoterapeuta me parece cada vez más fundamental. No es que yo sea favorable a procedimientos obligatorios como el del “análisis didáctico” impuesto por las sociedades de psicoanálisis; pero la realidad es que un buen terapeuta es portador de determinadas propiedades que deberían ser la meta de aquellos que se dedican a ese oficio. Me parece complicado que un individuo muy poco consciente de sus peculiaridades emocionales pueda ser un buen terapeuta. Considero improbable que un drogadicto sea un buen terapeuta, como tampoco un obsesivo-compulsivo o un portador de trastornos de la personalidad y precaria formación moral. La confianza que un paciente tiene que desarrollar respecto del terapeuta para sentirse a gusto y hacerle confidente de emociones y vivencias desagradables, no va de acuerdo con tales características. El buen terapeuta tiene que ser persona sincera y espontánea. Tiene que comportarse tal como es. O sea, no existe un tipo de terapeuta, un modo de ser terapeuta. ¡El buen terapeuta es aquel que es él mismo!
Lo que pasa es que para que una persona pueda ser ella misma tiene que sentirse razonablemente bien en su propia piel. Eso no se consigue por decreto. Depende de que el individuo se encuentre en consonancia con sus propios valores. O sea, el terapeuta con buena autoestima ha de tener, ante todo, un conjunto de valores a los cuales se refiere. Después, ha de actuar y vivir en coherencia con esos mismos valores. Pienso que esos son los ingredientes fundamentales de lo que se puede llamar madurez emocional y moral, condición indispensable para que el terapeuta no se pierda en ninguna de las situaciones complejas y, a veces, embarazosas, que envuelven el trato con personas no siempre tan a gusto consigo mismas y mucho menos en paz con sus compañeros, incluso con quien está intentando ayudarlas.
El proceso de la empatía así como otros eventuales mecanismos psíquicos a que llamamos intuitivos, deberán, al menos idealmente, transformarse en fórmulas racionales en el alma del terapeuta. Ello para que él se encuentre en óptimas condiciones para encaminar de la mejor manera cada situación. No se trata de poseer fórmulas ya preparadas. Todo tiene que ser solucionado allí y ahora también por el terapeuta. Es preciso tener osadía. Es preciso no tener miedo a equivocarse. Claro que nadie va buscando el error, ni se alegra con él. Lo que pasa es que muchas veces el error es muy eficiente para el proceso terapéutico: le digo a mi paciente algo que lo deja inquieto e insatisfecho – si he dicho aquello es porque me pareció que le estaba ayudando, y que daba encaminamiento adecuado a la situación; en la consulta siguiente él vuelve diciendo que no se ha encontrado bien y comienza nuevamente a relatar la situación que ha dado origen a mi mala interpretación. En la propia forma de recontar su historia el paciente me va a dar la indicación de dónde me he equivocado, de modo que podré retomar una ruta adecuada y productiva, que será inmediatamente reconocida por él como tal, ya que le aportará sensación de alivio y bienestar. El paciente no se molesta con nuestro error, a menos que queramos defenderlo hasta la muerte, tomando su discordancia por “resistencia”, lo cual, la mayoría de las veces es absurdo y obvia manifestación de prepotencia por parte del profesional.
El buen terapeuta es persona serena, madura emocional y moralmente, lo cual significa en la práctica que tolera bien las frustraciones y dolores, que ejerce control sobre sus emociones, especialmente las de naturaleza agresiva, que es capaz de atreverse, de equivocarse, de reconocer el error y aprender con él, que tiene principios éticos y vive conforme a ellos. Siendo así, transmitirá la sensación de que es persona digna de confianza, elemento indispensable para la buena marcha de una relación tan íntima y compleja como es la relación terapéutica. Todo aquel que pretenda perfeccionarse como psicoterapeuta habrá de tener como meta su propio desarrollo emocional. ¡Suelo decir que mi cliente favorito soy yo!
Siempre está bien recordar que un buen terapeuta es una persona seria y estudiosa, preocupada por ensanchar su formación intelectual, su base teórica. Habrá de ser poseedor de un cerebro “poroso”, lo cual significa capacidad permanente de reciclaje, de estar siempre dispuesto a cambiar de idea si nuevos acontecimientos – o incluso nuevas ideas – pareciesen interesantes y eficientes. No debe ser un maestro sino un aprendiz. Debe colocarse frente a cada paciente como si pudiese olvidar todo lo que sabe de psicología y estuviese allí para aprender. Es lo opuesto de lo que hacen casi todos, o sea, tratar de rápidamente encuadrar al paciente en uno de sus rótulos y compartimientos. El buen terapeuta es buen oyente y está permanentemente aprendiendo de todos aquellos con quienes conversa. Esa es la razón por la cual la profesión puede ser fascinante durante largo plazo. Muchas veces me han preguntado cómo puede ser que yo aguante trabajar tantas horas y durante tantos años. ¿No estaría yo aburrido de escuchar siempre las mismas historias? Claro que no, porque mi postura es de permanente renovación. No voy en pos de lo que aquella determinada historia tiene en común con tantas otras que ya he oído. Voy tras lo que tiene de original, de propia, de única. Es siempre posible encontrar algo de nuevo y fascinante, incluso en el más común de los relatos.