El rescate de la inocencia
por WebMaster em STUM WORLDAtualizado em 22/02/2014 11:14:55
por Tom Coelho
Traducción de Teresa - [email protected]
"Los niños, al contrario que los adultos,
Saben aprovechar el presente".
(Jean de la Bruyère)
Tuve el placer de disfrutar de una experiencia singular: la primera actuación de ballet de mi hija de cuatro años.
El evento, ideado y organizado con cariño y competencia por Patricia Famá, reunió a más de 50 alumnos de su escuela distribuidos en catorce presentaciones temáticas. Pero un detalle en especial me llevó a una reflexión que me gustaría compartir: la diferencia entre las actuaciones infantiles y las juveniles.
Las exhibiciones de las niñas, en la franja de edad de entre cuatro y doce años, y más notablemente de aquellas entre los siete y los ocho años, estuvieron marcadas por características similares. Las pequeñas bailarinas entraban a escena con una sonrisa contagiosa en la cara. Reunidas en grupos de entre tres y siete participantes, era corriente ver cómo se miraban entre sí, preguntándose unas a otras sobre el argumento olvidado, y buscando amparo en la profesora, oculta por detrás de la cortina y siempre dispuesta para orientarlas solícitamente.
Durante el espectáculo era posible advertir el desarrollo de la técnica y el aprendizaje por el cual cada alumna había pasado. Sin embargo, en virtud de la tierna edad, era natural que no hubiese mucha sintonía en los movimientos. Pero eso, a los invitados, poco les importaba. Claro que allí estaban padres, madres, hermanos y abuelos listos para aplaudir cualquier escena. Pero el hecho primordial era la alegría de aquellas pequeñas por estar allí maquilladas, vestidas con un figurín especial, entre amigas y ante sus familiares.
En cambio, las exhibiciones de los adolescentes tenían otros matices. La preocupación primordial era la técnica, la obediencia a la coreografía, la perfecta sincronía. Era perceptible la preparación, el entrenamiento, la entrega de aquellos jóvenes. Análogamente, el público también los contemplaba con otros ojos, pues lo que presenciaba eran futuros profesionales de la danza.
Si bien aquella sonrisa espontánea, incluso eventualmente entreverada por un diálogo abierto entre dos pequeñas amigas en pleno escenario, era sustituida por facciones más contenidas en los adolescentes. Ciertamente había alegría en sus corazones, pero los semblantes transmitían, sobre todo, responsabilidad y hasta el dolor físico del esfuerzo de la danza.
Entre las pequeñas, un error en la coreografía era inmediatamente acogido por las demás, que procuraban ayudar a la compañera. Y el público se divertía, sintiendo la levedad de aquel tratamiento, como si aprendiesen una nueva manera de lidiar con las vicisitudes, dándoles importancia en la medida exacta de su adecuación. En cambio entre los adolescentes, una equivocación era recibida con una mirada de censura o pidiendo más atención. Y nuevamente el público se identificaba, posiblemente reconociendo allí un patrón de conducta adoptado en los escenarios de la vida.
Esto nos hace reflexionar acerca de cuán pesada se hace la vida adulta a medida que nuestras piernas van creciendo. Compromisos, deberes y responsabilidades depositan tan grande carga sobre nuestros hombros que sustituimos la espontaneidad por la artificialidad, la emoción por la razón, el placer por la obligación.
Es preciso que rescatemos, a la mayor brevedad, algo de la inocencia perdida, inspirándonos en la pureza de los pequeños.
