Miedo, Vergüenza y Culpa
por Flávio Gikovate em STUM WORLDAtualizado em 20/06/2006 12:03:36
Traducción de Teresa - [email protected]
Uso siempre una comparación polémica para intentar definir la condición humana: somos un mamífero parecido al mono, pero poseemos un computador sofisticado instalado en el cerebro. No sabemos muy bien cómo utilizar el computador, cómo funciona. Hemos realizado progresos, pero todavía nos queda un largo camino que recorrer.
El mamífero hombre tiene múltiples deseos. El principal freno para la realización de algunos de ellos es el miedo, exactamente como ocurre en las otras especies. Se trata de una defensa que forma parte del “instinto” de auto-conservación, proceso innato cuya finalidad es alejar al animal de los peligros reales. Así, cuando un perro tiene hambre, el deseo lo impulsará en la dirección de algún alimento. Sin embargo, si un ocelote se encuentra por cerca, aquél huirá, pues el miedo es mayor que el deseo de comer, mayor que el hambre. Un hombre sin recursos pretende asaltar a un transeúnte. Nota, sin embargo, que un coche de la policía se aproxima. Tenderá entonces a desistir del robo para evitar ser detenido. En los seres humanos el recelo de la represalia (o de la punición divina) a veces constituye la única barrera entre el hacer y el dejar de hacer.
La razón – es así como denominamos a nuestro computador – podrá introducir frenos más elaborados, modificando el modo de ser y de actuar. Esos frenos no existen en todas las personas. En mi opinión, pensar lo contrario ha sido uno de los grandes errores del psicoanálisis. Considero que Freud generalizó y extrajo conclusiones a partir de sus vivencias individuales. El método no se ha revelado adecuado, pues hay diferencias considerables entre individuos de la misma especie. Hecha la salvedad, vamos al primer escalón de ese proceso más sofisticado de limitación de la conducta. Éste no se fundamenta en el miedo. Tiene relación con la vergüenza. Al obrar de manera censurable (por ejemplo, al robar, chantajear, desear una relación sexual prohibida), la persona teme que alguien la sorprenda. Tal sentimiento no está solamente ligado al temor de las represalias, sino también a la posibilidad de ser despreciada o ridiculizada por los demás. En ese caso, la punición no es la prisión o la violencia; es la humillación.
Cuando nos sentimos avergonzados, reaccionamos a un acontecimiento externo que nos perjudicará. La represalia no es física, sino moral. No somos apaleados; nos enfrentamos a una sonrisa de desprecio, capaz de generar un sufrimiento mayor que el de una paliza. Evidentemente se necesita la intermediación de la razón para que ese proceso, ligado a la vanidad y a la preocupación con nuestra imagen, pueda transformarse en un poderoso freno. Nada semejante ocurre con los otros animales. El perro no siente vergüenza de ser sorprendido haciendo pis en la alfombra del salón. Apenas tiene miedo de ser castigado.
La reacción psíquica más sofisticada no es la vergüenza; es la culpa. Muchas personas usan esa palabra, pero desconocen su verdadero significado. Considero que la mayoría de los seres humanos nunca llega a experimentar tal sentimiento. Se trata de una operación elaborada que presupone la capacidad de colocarse en el lugar del “otro”. Los egoístas, por ejemplo, no piensan en esa posibilidad y, por consiguiente, no sienten culpa. Nada impide, sin embargo, que usen la expresión: “Estoy arrepentido de lo que sucedió”. No basta con decirlo. Es preciso actuar en concordancia. Debemos guiarnos más por las acciones que por las palabras de las personas.
Cuando me coloco en el lugar del “otro” y percibo que él está sufriendo, siento pena. Si concluyo que ha sido mi comportamiento la causa de un dolor indebido, la pena se transforma en una tristeza profunda. A esa emoción denominamos culpa. Es nuestro mayor freno, un freno interno poderosísimo, que convierte el equivocarse en algo realmente humano. Imagina la escena. Un muchacho se prepara para dar un puñetazo. En el momento de actuar, se pone en la situación inversa: ve el golpe alcanzando su propio rostro y experimenta el mismo dolor que iba a provocar. Sufre y, al sufrir, el brazo se paraliza… Vivenciar el papel de la víctima frena la acción violenta. En vez de tristeza, el autocontrol propicia alegría. Desgraciadamente, a veces el bloqueo ocurre incluso cuando tenemos derecho a la defensa y, dejando de reaccionar, pasamos a ser agredidos. Aquí, el freno es un puñal de doble filo y puede perjudicar a las personas más sensibles, capaces de experimentar la verdadera culpa.