¿Tristeza o depresión?
por Flávio Gikovate em STUM WORLDAtualizado em 02/11/2007 14:29:50
Traducción de Teresa - [email protected]
Quien trabaja en ese campo sabe que somos seres bio-psico-sociales. Ocurre que cada cual tiene sus preferencias teóricas y siendo así, existe el “bando” del bio, el del psico y el del social. La depresión es un problema para todos aquellos que no saben operar con las 3 variables al mismo tiempo. Los psiquiatras clínicos (“bio”) consideran que casi todo depende de la concentración de serotonina en las sinapsis cerebrales: cuando está baja nos sentimos flojos y tristes y pasamos a ver la vida bajo la óptica pesimista que acaba teniendo efectos sobre nuestro estado mental y nuestras relaciones interpersonales. Los psicoterapeutas (“psico”) entienden que casi todo depende de conflictos íntimos derivados de experiencias dolorosas en la infancia y adolescencia: la inseguridad sexual y la baja autoestima, entre tantas condiciones negativas, nos vuelven tristes, incompetentes para el amor y para las buenas relaciones sociales, condición en que también nos sentimos deprimidos. Los sociólogos (“sociales”) opinan que casi todo ocurre por fuerza de las circunstancias que nos rodean: hemos creado un medio social encaminado en mayor medida hacia la producción y el consumo, y nuestro hábitat, exigente y cada vez más difícil, nos lleva a un estado depresivo cuando no nos sentimos en conformidad con todas las expectativas (riqueza, delgadez, etc.).
Nunca me he afiliado a escuelas y tengo horror a los dogmas. Fui de los primeros en contemplar la depresión como un tema complejo: las personas están creciendo más frágiles debido a una educación más permisiva y no están siendo capaces de lidiar con las presiones sociales que sólo han aumentado. Esto hace que la incidencia de cuadros depresivos esté efectivamente en crecimiento. Los médicos no sabían confeccionar el diagnóstico, que, de hecho, se ha vuelto más cuidadoso (en parte, es cierto, gracias a la presión de la industria farmacéutica, interesadísima en vender los nuevos antidepresivos) y ello también ha modificado el número de casos de depresión. Cualquiera que sea la causa, psicológica o social, siempre existen, a lo largo del tiempo, repercusiones sobre los neurotransmisores cerebrales, y el uso de antidepresivos puede ayudar a aliviar el dolor aun en aquellos casos en que los problemas son concretos y objetivos, para lo cuales la psicoterapia también está indicada. La concomitancia de la psicoterapia con el uso de antidepresivos es algo que llevo a cabo desde 1967 y todavía hoy muchos psicoanalistas (y algunos psiquiatras clínicos) lo consideran una práctica indebida. Está claro que las depresiones pueden ocurrir por fuerza de perturbaciones cuyo origen sean las predisposiciones orgánicas (familiares o no) y entonces sucede lo contrario: la persona deprimida se ve mal a sí misma y a su realidad.
Mi convicción es que se trata de un camino de doble dirección: las perturbaciones en la química cerebral alteran la forma de pensar al tiempo que pensamientos equivocados, derivados de conflictos psicológicos íntimos, o por tener que vivir en un medio social inhóspito, provocan alteraciones en la química del cerebro. Aunque no lo parezca, el pensamiento es el subproducto misterioso de la actividad cerebral. Un subproducto curioso, toda vez que adquiere poderes propios, incluso para interferir en la actividad cerebral. Es todo muy complejo y la cuestión no cabe en una fórmula simplista. Siendo así, cada caso es un caso que ha de ser estudiado detalladamente. El ramo se parece más a la “alta costura” que al “prêt-à-porter”.
Sufrimiento productivo e improductivo
Podemos intentar clasificar nuestro sufrimiento íntimo como normal o como patológico, condición sobre la que habré de volver en un próximo artículo. Se trata de una evaluación compleja y difícil. Podemos pensar que la tristeza con causa objetiva determinante y los estados depresivos (tristeza y depresión son términos, hoy día, usados como sinónimos) están definidos ante todo por alteraciones en la química cerebral. No debe subestimarse la dificultad presente en este tipo de cuestión, pues los estados de alma interfieren sobre la química y viceversa.
Pienso que es mucho más útil la división de los estados depresivos en: los de sufrimiento constructivo y productivo, y los de sufrimiento improductivo y poco útil – sino completamente inútil. Desde el punto de vista práctico, esta es la clasificación que determina el tipo de intervención del profesional de la salud. El sufrimiento productivo es aquel que se deriva de la toma de conciencia de los errores que hemos cometido: la autocrítica es siempre muy dolorosa cuando, por ejemplo, un empresario tiene que darse cuenta de que su situación financiera se ha deteriorado como resultado de equivocaciones previsibles; duele al que ha perdido el compañero sentimental por motivos que podrían haber sido evitados, entre tantos otros ejemplos. La fase de evaluación de lo ocurrido es extremadamente productiva y puede conducir a importantes cambios psicológicos, mejorando las condiciones de la vida futura. En una situación como esas sería casi criminal hacer uso de algún tipo de medicación que viniese a perjudicar la reflexión en toda su profundidad.
En los casos de luto por muerte de una persona querida la situación es diferente, ya que no tenemos que aprender nada acerca de nuestras actitudes. Tal vez tengamos mucho que aprender respecto de la condición humana y, claro está, cabe el dolor y el sufrimiento que, dicho sea de paso, ningún tipo de medicamento es capaz de atenuar mucho durante la fase aguda de la tristeza.
Ocurre que, tanto en el caso de la autocrítica útil y constructiva, como en el duelo necesario para mejor comprender nuestra condición, puede suceder que el estado depresivo se extienda más allá de lo útil y conveniente. En el caso del empresario que ha aprendido con sus errores, está claro que él tendrá que salir del estado depresivo e ir en pos de salvar lo que ha quedado de sus negocios. Para que consiga hacer esto es preciso que se encuentre un poco mejor dispuesto. Eso vale para casi todas las condiciones depresivas que se prolongan más allá de lo que es productivo y útil. Ahí sí, cabe que intentemos ayudar a la persona a que salga del atolladero depresivo (que, muchas veces, ya se ha convertido en algo químico) por medio de medicamentos y psicoterapia (indicada también en la fase de autocrítica).
En los casos en que la depresión es de origen esencialmente químico, todo sufrimiento es inútil y la mente patina en miedos y pensamientos obsesivos de carácter negativo, de los que nada bueno se puede extraer. Cabe echar mano de todos los recursos hoy disponibles para amainar este tipo de dolor que no conduce a nada.Lo normal y lo patológico
En la práctica clínica es relativamente fácil saber cuando estamos ante una persona portadora de buena tolerancia a los dolores y que tiene, al mismo tiempo, una constitución neurofisiológica privilegiada. Estas personas aguantan bien los golpes de la vida: lidian con las tristezas inexorables (algunas de intensidad dramática, como es el caso del luto y de las rupturas amorosas) de la mejor forma posible.
Vivencian el sufrimiento de una forma lúcida e intentan extraer de él lecciones de vida. Salen fortalecidos de todo cuanto pasan, pues la confianza en sí mismos se beneficia mucho de la constatación de que son competentes para los peores reveses sin acobardarse en relación al futuro. Estas son las personas normales.
Las que tienen una labilidad mayor en su formación orgánica pueden, sin motivo, despertar, una madrugada, sintiéndose pésimamente. El miedo se adueña de ellas (los miedos irracionales corresponden a uno de los más importantes síntomas de la depresión y están presentes de forma mucho más marcada en los casos en que el problema es en mayor medida endógeno, menos dependiente de factores externos) y ellas pasan a verlo todo bajo una óptica extremadamente negra. Padecen, conforme sea cada caso, varios de los síntomas que se han descrito como parte de los cuadros depresivos que deben recibir también tratamiento farmacológico. Estas son las personas que tienen predisposición orgánica para la depresión y, en este aspecto de sus vidas, son anormales.
Entre estos dos extremos estamos casi todos nosotros: no siempre tan competentes para lidiar con nuestros dolores, no siempre tan dóciles y tolerantes como nos gustaría, no siempre en condiciones de superar sin ayuda esas y otras adversidades de la vida. La verdad es que la frontera entre lo que es normal y lo que es patológico corresponde a una franja muy extensa, de modo que una tristeza puede comenzar como algo normal y, con el paso del tiempo, adquirir aspectos más graves (cuando lo esperado sería el superarla). Personas deprimidas por motivos orgánicos pueden decidir librarse solas de sus dolores y tratar de salir de su estado sin el auxilio de medicamentos o de psicoterapia. Como ya he escrito, pienso de veras que cada caso es un caso.
Formo parte de aquel grupo de profesionales que mantienen una actitud de profundo respeto por los pacientes y su forma de pensar. Mi experiencia es básicamente con personas normales, término que uso para incluir también a los que están en la franja fronteriza, que somos la mayoría de nosotros (por eso mismo normales, cuando menos desde el punto de vista estadístico).
Considero que necesita tratamiento, bien medicamentoso o psicoterapéutico, aquel que busca, espontáneamente, ayuda. Sé que en los casos claramente patológicos muchas veces el paciente viene conducido por sus parientes y eso es ciertamente sintomático. En las demás circunstancias, quien decide si necesita o no de ayuda (querer recibir ayuda no es sinónimo de estar enfermo de depresión) es el paciente. Al profesional de la salud cabe prestar el auxilio deseado por el paciente según los criterios que su conciencia y formación le sugieren.
A propósito del luto
Haré algunas consideraciones más acerca de la tristeza derivada de la pérdida por muerte. Conciernen tanto a la muerte del padre o madre como de hijos. Ante todo es preciso decir que se trata de situaciones bastante diferentes, una esperada y otra, la de la pérdida de un hijo, dramática y de muy difícil superación. La idea de la muerte de nuestros padres, cuando ya somos adultos y ellos se han hecho mayores, es algo que, de cierta forma, nos perturba incluso antes de conocer que son portadores de una dolencia grave. La ansiedad producida por la hipótesis de que podríamos ser despertados en medio de la noche con alguna mala noticia nos hace sobresaltarnos cuando toca el teléfono fuera de las horas habituales; esto puede acompañarnos durante años y años.
Cuando la muerte ocurre, experimentamos un fuerte dolor, la sensación de no tener ya raíces, de estar perdidos y sueltos en el mundo. Esto sin contar la saudade y la falta que aquella persona puede hacer en nuestro cotidiano (que depende de la naturaleza del vínculo que ha persistido a lo largo de la vida adulta). Sufrimos mucho y el duelo se caracteriza por la incapacidad que tenemos para divertirnos. Durante un tiempo, oficialmente un año, o sea, el tiempo de que todas las fechas conmemorativas se hayan pasado sin su presencia) solamente conseguimos ocuparnos de las tareas cotidianos y de aquello a que llamamos trabajo. Mi punto de vista es el siguiente: debemos intentar sufrir durante el mínimo tiempo posible. O sea, no creo que aquel que sufre por más tiempo y vive un luto cerrado sea el que da mayores demostraciones de amor por quien se ha ido.
Considero que las personas más maduras emocionalmente (las que lidian bien con las frustraciones y contrariedades) y las que han desarrollado cierta docilidad ante nuestra condición de incertidumbre y de desamparo, acaban funcionando al modo del “Tentetieso”, aquel muñeco que cae con facilidad, pero inmediatamente después se pone en pie. O sea, no consigo pensar que se dé por bueno, digno, profundo y consistente el sufrir por sufrir. El sufrimiento ha de tenerse como inexorable, como algo a vivenciar de forma constructiva (aprender lo más posible de aquel dolor) y en el menor tiempo que seamos capaces. Superar el duelo es el objetivo de aquel que está sufriendo; no debería dejarse arrullar y mucho menos sentirse engrandecido por el sufrimiento.
Sé que todo esto es mucho más difícil cuando se trata de la pérdida de un hijo, tal vez el mayor dolor que se pueda tener que pasar en esta vida (especialmente cuando el hijo ya era adulto y nosotros no tan viejos como para tener una relación más indiferente respecto de la muerte). La docilidad frente al destino que nos ha derrumbado habrá de ser mayor todavía, el dolor y el duelo más penosos; no obstante, pienso que no sirve de nada blasfemar y que lo que hemos de hacer es ciertamente intentar seguir adelante y reunir todas nuestras fuerzas para intentar levantarnos cuanto antes. Si no conseguimos hacerlo solos, debemos echar mano tanto de grupos de auto-ayuda, como de medicamentos y psicoterapias.