En la dimensión espiritual, difícilmente alcanzamos un grado elevado de consciencia sin experiencias retadoras.
Son éstas las que nos movilizan interiormente, las que nos llevan a cuestionar nuestra realidad interna y a descubrir que la mente y sus soluciones racionales se muestran muchas veces ineficaces.
Aunque el ego nos lleve a buscar, todo el tiempo, escapar a las situaciones donde haya la menor probabilidad de sufrimiento, la realidad muestra que para ello acabamos evitando la propia vida.
No es posible tratar de experimentar sólo situaciones placenteras en la jornada de la existencia. Si bien éstas sean importantes, nos hacen permanecer inmaduros, ya que no nos presentan riesgo alguno, no nos obligan a elegir o tomar decisiones.
Y son precisamente estas situaciones las que en nosotros estimulan el valor, elevan la confianza y nos hacen descubrir nuestra propia valía.
Lidiar con la frustración de nuestros deseos es uno de los más importantes caminos para la maduración. Sin este aprendizaje, permanecemos eternamente en la fase infantil, en la cual ninguna contrariedad se acepta de modo tranquilo.
Sólo cuando conseguimos encarar con serenidad las pérdidas y el aplazamiento de la materialización de nuestros sueños, es cuando estamos aptos para disfrutar al fin de la sabiduría que la madurez conlleva.