Mis consultas terapéuticas siempre aportan algo importante para mi propia reflexión.
La fuente de estas reflexiones tiene base sólida. Surge siempre de aquello que los consultantes traen.
Encuentro en la escrita una forma de expresar lo que mi sensibilidad y vivencia captan.
Cuando los consultantes llegan al consultorio repletos de ira, odio, amargura, resentidos con sus deseos no atendidos en las relaciones en que están inseridos, los encamino a la posibilidad de exteriorizar esos sentimientos de modo que pueda resultar un espacio donde algo nuevo se instale. Acogerse. Respirar sin las trabas del aluvión químico que se produce en el cuerpo cuando estos sentimientos no expresados no son contemplados.
Después de este proceso, la mayoría de los consultantes, por medio de sus expresiones corporales, muestran claramente cierto alivio y pistas fiables de lo que les aflige.
Detrás de sentimientos tensos, está el amor.
Quien odia intensamente, en realidad, quiere ser amado.
La cuestión es: ¿De cuál amor estamos tratando aquí?
¡Del de los padres o de uno de ellos!
En las desventuras de la vida, las reivindicaciones de estos sentimientos están íntimamente ligadas al amor.
Para mí, eso es una constatación.
Añado que de esta constatación forman parte comportamientos a veces inexplicables, que está bien lejos de mi alcance querer debatir.
Hace algún tiempo, envuelta en mis propias cuestiones, fui descubriendo que la vida es como es. No puedo cambiar lo que pasó.
Puedo desarrollarme y crecer.
Mediante la terapia presento a los consultantes las posibilidades de auto-acogida de todos sus aspectos humanos. Sin clasificación en buenos y malos sentimientos. Acertados o equivocados. Son sentimientos que nos componen y el trabajo es conocerlos, acogerlos y educarnos en relación a ellos, sin excluirlos de la condición humana. Ellos siempre han existido, existen y existirán.
Este proceso de acogimiento de aquello que negamos no se produce mágicamente.
Es un trabajo continuo de educarse, por decirlo así.
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