Una de las contradicciones más graves que cargamos es esta: nos gusta ser únicos y originales, pero esperamos que todos piensen como nosotros y hasta que sientan lo que sentimos. Nuestra imagen de liberales y democráticos va aguas abajo si enfrentamos una opinión divergente sobre los temas más banales – una película que amamos o una música que detestamos. Del fútbol a la religión, expresamos esa intolerancia: queremos que las personas no solo crean en el mismo dios, sino que lo conciban de la misma forma. Del ángulo de la razón, desconfiamos de los que se muestran diferentes, de todos aquellos con quien no nos identificamos y de las cosas que no comprendemos. Del punto de vista emocional, no toleramos las diferencias porque nos hacen sentir solos, desamparados.
Una simple divergencia sobre un asunto irrelevante puede causar la separación de dos personas, especialmente si ellas creen sinceramente en sus puntos de vista y tienen la convicción de que están en lo cierto. Las relaciones solo sobreviven cuando percibimos el lado rico de esa convivencia con pensamientos diversificados. Todo mundo se dice tolerante y comprensivo en relación a las posiciones divergentes, pero en verdad son pocos los que no se sienten de alguna forma ofendidos por las diferencias. Y estas son la raíz de los prejuicios, que no pasan de generalizaciones precipitadas y negativas que brotan con facilidad en nuestra alma. Tal vez ninguno de nosotros este libre – y consciente – de la condición de prejuicioso.
Cuando nos referimos de manera irónica o humillante aquella persona cuya diferencia nos incomoda, revelamos nuestro prejuicio – sea racial, religioso, social, político o intelectual. Esta reacción de aparente desprecio, en verdad, encubre lo que realmente lo alimenta: la envidia. Usamos ese disfraz siempre que nos juzgamos inferiores. Nuestra tendencia arraigada de atribuir valor a las personas y de compararlas nos lleva inevitablemente a juzgar unas mejores que las otras. Ni siquiera meditamos la hipótesis de que sean apenas diferentes. Como consideramos nuestra propia escala de valores, tampoco estamos dispuestos a entender al otro o los criterios de él – lo que implicaría en reevaluar los nuestros. En tanto insistiremos en pensar de ese modo equivocado, continuaremos cometiendo los errores de siempre: orgullo, cuando juzgamos nuestro modo de ser envidiable; envidia, cuando ocurre lo inverso.
Ese eterno círculo vicioso provoca desdoblamientos gravísimos. El mayor ejemplo es el de la guerra entre los sexos. Hombres y mujeres tienen diferencias marcadas – de la anatomía a la manera de pensar. Desde que los hombres se declararon superiores a las mujeres a partir de su escala de valores, ellos gastan una enorme energía tratando probar la inferioridad de ellas – lo que no seria necesario si estuviesen convencidos de su supremacía. Las luchas femeninas en defensa de la tesis igualitaria no diminuiría nuestra dificultad de pensar con libertad, sin la urgencia de evaluar quien es mayor o mejor. Las mujeres no son inferiores ni iguales a los hombres. Son diferentes. Y, como ya vimos, las diferencias no precisan generar reflexiones amarradas a juicios de valor, que rinden veredictos jerárquicos. Precisan apenas ser respetadas.
Flávio Gikovate es médico psicoterapeuta, pionero de la terapia sexual en el Brasil. Instituto de Psicoterapia de San Paulo
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