Entiendo que la inteligencia no fue creada por el hombre, sino descubierta por el hombre.
Ella estaba allí, lista para ser ejercida como posibilidad y, en el momento en que los hombres primitivos empezaron a utilizarla, creció y se desarrolló. Primero en herramientas útiles, tácticas de caza y de guerra, habilidades como la agricultura y la construcción de cobijos y, más recientemente, en un principio de articulación de sonidos que los antiguos antepasados ya podían utilizar (solo unos 10000 años atrás), descubriendo un conjunto típico de sonidos, posibles para todos, que se convirtieron en un lenguaje verbal de comunicación.
Desde entonces, el entendimiento entre los hombres se hizo todavía más posible (solo unos 5000 años atrás), pues surgió el lenguaje escrito. Los antepasados que comenzaron los descubrimientos del lenguaje verbal (y posteriormente de la escritura) tuvieron, sin duda, el sueño de que ésta acabaría por reducir la distancia entre los hombres y propiciaría el entendimiento y el acuerdo. Primero salieron del silencio y, más tarde, atravesaron las barreras en busca de la comunicación, de la comunión de significados y de entenderse entre ellos, del conocimiento y de la sabiduría.
Estos hombres y mujeres, si viviesen hoy, descubrirían que la comunicación escrita y verbal se ha convertido en la principal actividad racional humana y, no obstante, la calidad de pensamiento y comprensión no ha evolucionado tanto como la capacidad de articular sonidos y de transcribirlos en signos escritos. De hecho, se habla mucho, se habla sin cesar, se escribe mucho, se escribe sin cesar, pero la capacidad de perder el tiempo con tonterías sin significado (o importancia) es realmente inagotable. Ningún antepasado esperanzado podía imaginar la falta de sentido o de relevancia de la comunicación humana diaria.
Las oportunidades de dar significado individual y personal a lo que se dice o escribe está accesible para todos, pero el empeño en darle calidad y contenido está ausente en la mayoría de las criaturas vivientes capaces de hablar y escribir. Las más de las veces predominan las generalidades convencionales de aquello que se habla, se piensa, se escribe, se hace y se es. Excepción hecha de aquellos que se entrenan (y se “rallan”) para pensar, escribir o hablar, la gran mayoría solo repite una cháchara de palabras dichas al viento, imitadas de alguien que las pensó y concibió.
Aquellos ancestros nuestros, que consideraban que el pensamiento ejercitado al extremo aumentaría la Conciencia (de sí mismos) en todos los hombres. Aquellos “antiguos” escribían y hablaban, probablemente con la esperanza de comulgarlas con la posteridad o incluso con los más próximos.
Hoy, la comunión verbal existe y siempre será así, pues comulgamos desde pequeños los códigos de lenguaje, pero el no entendernos, los diálogos de sordos (todos hablan, pero nadie escucha a nadie), los testimonios interminables de experiencias particulares, que no tienen relevancia para los demás, se adueña de todas las conversaciones, en las cuales todos hablan de temas declaradamente pertinentes mientras nadie o casi nadie está realmente abierto para comulgar significados y experiencias con los demás.
Las más de las veces los hombres y mujeres actuales viven en una suerte de isla rodeada de toda clase de defensas, y les encanta comunicarse a distancia con los demás, sin realmente experimentar aquel entendimiento y comprensión antes deseado por los ancestros.
¿Qué ha ocurrido en medio del camino? Bueno, uno de los grandes descubrimientos del ser humano fue el ejercicio del pensamiento autónomo y el ejercicio de cierto separatismo frente a los instintos y a la naturaleza de modo general. Alguno podría llamar a esto “ego humano” o “ego racional” y, entonces, tendríamos otra palabra más para decirla por ahí.
En una discusión típica, cualquiera podría emplear una variación corriente de esta palabra y diría: “¡Tú eres egocéntrico!” y el otro diría: “¡Tú sí que lo eres!”, o bien: “¡Solo piensas en ti mismo!” A lo que el otro respondería: “¡Tú solo miras tu propio ombligo!” Y el resultado es que, pese a que hay buenas palabras para todo, la comprensión continúa lejana o incluso ausente.
Nuestros antepasados se sentirían muy decepcionados al contemplar la realidad actual. Podrían diagnosticar que el hombre ha pasado a emplear la inteligencia que descubrió, pero no ha aprendido a pensar, no ha desarrollado la posibilidad de una conciencia de sí mismo y se ha perdido en un mar inagotable de “habladuras y escribiciones” sin sentido y, las más de las veces, inútil.
Otra cosa inimaginable para ellos sería esa prisa, esa aceleración, esa correría desenfrenada que a veces sale de la nada para llegar a ningún lugar. En esta aceleración y automatismo casi todo el mundo está hablando y escribiendo, empleando caracteres que denotan lo que piensan, pero el símbolo máximo de su presencia en este mundo puede estar ausente: ¡su conciencia! Esa, capaz de un pensamiento propio. La “presencia organizadora”, que puede encontrar un sentido y un objetivo en el universo de sensaciones y percepciones desencontradas y caóticas. Esa que puede desarrollar un filtro eficaz para todo aquello que vale la pena, al igual que para todo lo que no la valga… La “presencia” que puede discriminar y autenticar un sentido (personal e intransferible) en todo lo que mira y ve. La presencia que puede marcar la diferencia en este mundo de mismidad y repetición.
Entiendo que la inteligencia no se reduce a conseguir decodificar el significado de lo que se habla o escribe, sino que es aquella capaz de comprender más humanamente lo que se dijo, aquella que logra comprender y relativizar el contenido de lo que se oye, aquella capaz de contextualizar lo que es personal (¡aunque de otro!), aquella que consigue distinguir las exageraciones y la falta de madurez cuando las encuentra, la que identifica los puntos radicales y conflictivos en el habla y la escrita de los demás. Y, sobre todo, aquella que perdona y releva.
La conciencia individual (y personal) es aquella facultad que consigue identificar (y comprender) lo no-verbal en medio de lo verbal, aquella que lee los silencios en medio de lo escrito, aquella que desvela lo no-verbal en medio de la perorata desenfrenada.
Lo que me deja estupefacto es la constatación de que la inteligencia fue descubierta y, pese a ello, su empleo todavía sigue siendo raro. El ser humano ha progresado técnicamente, ha desarrollado más y más herramientas de caza y de guerra, pero no ha evolucionado ética o moralmente.El auto-conocimiento continúa ausente de la mayoría de las conciencias materializadas y el entenderse, la experiencia de comunidad entre los hombres, permanece lejana como antes. Se ha desarrollado, eso sí, un determinado tipo de inteligencia lineal y racional – quizá únicamente intelectual –, pero otros tipos de inteligencia más aliados a la sensibilidad se “encallaron” en mitad del camino.
Qué decir de la percepción estética, sino que ella, la experiencia de la armonía entre las partes o el sentido del equilibrio, constituyen capacidades que no pueden estar ausentes de una “inteligencia verdaderamente humana”.
La paz y el entendimiento soñados con tanta maestría y sabiduría por nuestros primeros antepasados pensantes no se ha materializado tanto como se podría imaginar en aquellos tiempos, en que un nuevo universo de posibilidades y alternativas humanas se había descubierto: el del pensamiento autónomo y el del uso del lenguaje verbal/escrito.
En cada uno de nosotros está escondido el ancestro que pensó e imaginó ser – plena y completamente – una conciencia y presencia inteligente en la faz de la Tierra. Incumbe a cada uno de nosotros abrir un diálogo con el cerebro ancestral (más antiguo que el córtex cerebral) y desarrollar un diálogo con estas capacidades hoy adormecidas y oír sus ponderaciones, dándole, al ancestro que siempre ha residido dentro de nosotros, cada vez más participación en nuestros pensamientos conscientes y en la formulación de aquello que escribimos o decimos. Darle una voz y una escrita es abrirse para ser un camino de expresión de sí mismo.
La inteligencia no está limitada en el tiempo y en el espacio. No está ni dentro ni solamente fuera de nosotros. Está en todo y en todos. A nosotros incumbe filtrar lo irrelevante, lo sin sentido, lo sin valor, de todo cuanto nos llega, en el descubrimiento y encuentro con algo que, de tan natural y esencial, dispensa palabras y se acomoda perfectamente en el silencio.