Muchas personas preguntan por qué hay tantos espíritus desencarnados apegados al plano físico o implicados en tramas obsesivas.
La explicación para eso es de las más sencillas: ¡La muerte no cambia a nadie! El desencarnado de hoy es aquel mismo que estaba encarnado ayer. Extra-físicamente es el reflejo exacto de aquello que manifestaba en el plano físico.
La muerte no convierte a la persona tacaña en “genio del más allá”, ni el desequilibrado emocional en ángel sideral. La persona después de la muerte es, literalmente, la misma que era antes de desencarnar. Ni más, ni menos: ella es la misma consciencia, con los mismos pensamientos y deseos de antes; sólo ha sido eyectada fuera del cuerpo finalmente. Y no es más que pura causa y efecto: se es después de la muerte lo que se fue en vida terrestre.
Para comprender bien la mecánica de este proceso no hay más que observar lo que la mayoría de las personas busca en la existencia terrestre. Si la persona busca deseos bajos en la vida, es obvio que su cuerpo espiritual manifestará también energías de bajo nivel. Ese es el motivo de encontrar tantos desencarnados en estado lastimoso después de la muerte: ya eran lastimosos en vida, pues buscaban objetivos groseros.
Como decía el maestro Léon Denis: “La muerte no nos cambia y, en el más allá, somos únicamente lo que nos tornamos en este mundo. De ahí la inferioridad de tantos seres desencarnados.”
Hay muchos relatos antiguos referidos a la influencia nefasta de los espíritus negativos sobre las personas.
Dependiendo de la época, del pueblo y de la cultura vigente, la denominación de esos espíritus variaba: espíritus tenebrosos, almas en pena, fantasmas, espíritus inferiores, espíritus apegados, espectros malignos, demonios, etc.
Pablo de Tarso (¿? - 67), el gran apóstol cristiano, sabía bastante sobre la acción de esos espíritus infelices, pues padeció muchos acosos espirituales durante su misión de diseminar los ideales cristianos. Por eso escribió lo siguiente:
“Porque nosotros no tenemos lucha contra sangre y carne, es decir, contra las pasiones vulgares, sino contra los principados, contra potestades; contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo; contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”.
(Pablo de Tarso, Efesios, cap. 6, vers. 12).
Porfirio, gran iniciado espiritualista de la antigüedad, también se refirió a la cuestión:
“El alma, incluso después de la muerte física, permanece ligada al cuerpo por extraña ternura, y por una afinidad tanto mayor cuanto más bruscamente esa esencia haya sido separada de su envoltorio. Vemos almas en gran número revolotear, desorientadas, en torno a sus restos terrestres. Aún más, las vemos buscar con diligencia los despojos de cadáveres extraños, y, sobre todo, la sangre fresca derramada, cuyo vapor parece restituirles, por algunos instantes, ciertas facultades de la vida.
Así, los hechiceros abusan de este conocimiento en el ejercicio de su arte. Ninguno de ellos ignora cómo evocar las almas a la fuerza, obligándolas a aparecer, ya sea actuando sobre los restos del cuerpo que dejaron, o bien invocándolas en el vapor de la sangre derramada”.
(Porfirio, Des Sacrifices, cap. II).
Paracelso (seudónimo de Theophrastus Bombastus von Hohenheim; 1490-1541), el gran alquimista y ocultista del siglo XVI, escribió:
“Vamos a conocer ahora de qué manera los espíritus pueden perjudicarnos. Si deseamos con toda nuestra voluntad (plena voluntas) el mal de otra persona, esa voluntad que está en nosotros acaba por lograr una verdadera creación en el espíritu, compeliéndolo a luchar contra la parte de la persona a quien queremos herir.
Entonces, si este espíritu es perverso (aunque el cuerpo correspondiente no lo sea), acaba dejando en él (en el cuerpo) una marca de pena o sufrimiento, de naturaleza espiritual en su origen, aun siendo corporal en algunas de sus manifestaciones.
Cuando los espíritus entablan estas luchas, acaba venciendo aquel que haya puesto más ardor y vehemencia en el combate. Según esta teoría, deben comprender que en tales contiendas se producirán heridas y otras dolencias no corporales. Por consiguiente, toda una serie de padecimientos del cuerpo puede empezar de esta manera, desarrollándose enseguida conforme a la sustancia espiritual”.
(Paracelso; “A chave da Alquimia”; pág. 129; Ed. Três).
Desde la aparición del Espiritismo, con Allan Kardec (seudónimo de Hippolyte Léon Denizard Rivail; 1804-1869) y “El Libro de los Espíritus” (Francia; 1857), esos espíritus negativos pasaron a ser denominados obsesores espirituales o espíritus inferiores.
En verdad, esos espíritus deberían ser denominados enfermos extra-físicos o enfermos desencarnados, pues su desequilibrio es tan grande que los lleva a la obsesión y a la locura espiritual.
Desgraciadamente, su desequilibrio acaba llevándolos a anexarse a las auras de las víctimas incautas, que los atraen debido a la sintonía espiritual, mental, emocional o energética que manifiestan. En este punto, no cuesta nada recordar el viejo axioma espiritualista: “Semejante atrae a semejante”.
Considerando las dificultades de los espíritus ligados a la Tierra, podemos clasificarlas en:
Apego psicológico;
Apego energético;
Apego psicológico y energético.
Sus causas pueden ser varias. El magnífico investigador inglés Robert Crookall* (1890-1982) las enunció de la siguiente manera:
La atención de esos espíritus continúa dirigida a las cuestiones físicas;
Prevalece en ellos la necesidad de sensaciones groseras;
Sus repetidas afirmaciones, actuando como sugestiones pos-hipnóticas, de que no hay otro mundo más allá del físico, les dificultan la aceptación de la existencia de algo allende la muerte;
Algunos de esos espíritus son contumaces a causa de su absoluta estupidez, obstinación y desinterés en aprender;
Falta de determinación para seguir adelante, hacia otras dimensiones espirituales superiores. Podemos añadir, todavía, otras dos situaciones que desequilibran a muchos espíritus:
Cuerpo espiritual muy denso a causa del desequilibrio espiritual, mental, emocional o energético durante la vida física;
Energías remanentes del doble etérico (campo energético del cuerpo humano) adheridas al cuerpo espiritual, manteniéndolo entonces bastante denso y apegado energéticamente al plano físico.
A la vista de todo esto, para que manifestemos un buen nivel de consciencia en la vida y podamos estar protegidos de influencias negativas, es necesario que encaminemos nuestros esfuerzos a la adquisición de cuatro cosas imprescindibles en la vida:
DISCERNIMIENTO EN LA MENTE: para que comprendamos las cosas y busquemos objetivos claros. En ese aspecto, la lectura espiritualista, la meditación y la reflexión serena son aliados maravillosos en nuestra andadura terrena.
COMPASIÓN EN EL CORAZÓN: para que comprendamos a los demás y ayudemos a todos. Perdón, paciencia y buena voluntad son las palabras de orden para quien quiera ser útil a la vida. Pese a todo, sabemos en la práctica cuán difícil es ser así. No obstante, sabemos asimismo que estamos aprendiendo y evolucionando. El propio hecho de estar estudiando estas cuestiones ya es un buen paso en la dirección del mejoramiento de todos nosotros.
ENERGÍAS SALUDABLES EN EL AURA: para que irradiemos LUZ al mundo y para que expresemos la plenitud de nuestras capacidades anímico-mediúmnicas en la vida, es preciso que tengamos un aura fuerte, limpia, colorida, y chakras vibrantes.
ELEVADO NIVEL DE ÉTICA (COSMOÉTICA): para que no juzguemos ni tampoco condenemos a los demás. La técnica para hacer esto es simple: si observamos nuestros defectos con más atención y menos orgullo, sin duda no nos quedará tiempo para observar los fallos de los otros. Es preciso prestar atención a las cosas que son positivas. En cuanto a las que son negativas, sigamos el consejo de nuestro buen amigo espiritual André Luiz: “Sigamos lo que sea correcto y sensato. Lo que no lo sea, tengamos paciencia y comprensión, sabiendo que la previdencia divina es magnánima y a su debido momento ¡habrá de impulsarlo todo y a todos en la dirección correcta, para el BIEN MAYOR!
Observación: El anterior texto se ha extraído del libro "Viagem Espiritual - II" del prof. Wagner Borges