En los últimos 29 años, tiempo en que vengo dedicándome a la espiritualidad, a cada dos por tres alguien cuestiona la forma en cómo vivo, y más directamente, la forma en cómo sigo a rajatabla las orientaciones que recibo de los mentores. La primera respuesta que se me ocurre a esos cuestionamientos es la de que no siempre fue así.
Todos los que me leen, o me escuchan en clases y conferencias, tienen todo el derecho a dudar de que exista una fuerza, un poder al cual podemos recurrir a todo instante. Yo, no.
El motivo por el cual yo no puedo dudar es que, durante toda mi vida, desde que recuerdo que existo, he venido recibiendo tantas pruebas, he oído y visto tantas cosas, recibido tanta ayuda, compartido tanto conocimiento, que, sinceramente, es muy difícil para mí no creer.
Y, aun habiendo oído y visto tantas cosas, recibido tanta orientación y cuidados de guías y mentores que me acompañan, he tenido que luchar contra argumentos internos y externos del tipo de: “todo eso ¿no será cosa de tu cabeza?” Cosa de mi cabeza o no, el caso es que todo ello me ha conducido a lo que me hace feliz y realizada hoy, y sobre eso no hay qué hacerle, a no ser continuar alegremente mi camino.
Lo que asegura mi alegría es una cosa llamada entrega.
Una entrega que empezó a las 4 de la mañana del día 18 de julio de 1988. El día en que mi vida fue sacudida por una gran tragedia. En el instante en que recibí la noticia terrible, una de las voces que yo oía desde niña, dentro de mi cabeza, me dijo con aterradora claridad: Ahora empezó. Haz lo que nosotros te digamos y todo estará bien.
Aquellos que me conocen pueden atestiguar de qué modo todo ha terminado por quedar bien. De verdad. Pero ha sido un largo camino. Entrega no es servilismo a algo que no conoces. Entrega no es fatalismo. Entrega no es fanatismo. Entrega no es transferir a cualquier divinidad la responsabilidad por tus pensamientos, palabras y acciones. Entrega no es fe.
Entrega es establecer, con lo invisible, una relación de confianza. Y confianza es algo que se construye. Paso a paso. Un día tras otro. Entrega exige atención y cuidado. Exige apertura para recibir, intuir, percibir.
Entrega exige negarse a buscar refugio en el pasado. Exige negarse a especular sobre el futuro. Exige valor para permanecer en el aquí y ahora por desafiador que éste se presente.
Y valor no es ausencia de miedo. Valor es seguir adelante, cargando con el miedo. Todo lo que puedo decir sobre entrega es lo que he aprendido desde aquel día.
Hay quien diga que para mí es fácil, ya que recibo las orientaciones y todo lo que tengo que hacer es seguirlas.
La cuestión es que todos los humanos reciben orientaciones. Constantemente.
Unos desarrollaron, en vidas anteriores, la capacidad de producir el silencio interior necesario para escucharlas. Otros no. Entonces, tendrán que desarrollar ese silencio, ahora mismo.
Por experiencia propia, puedo asegurar que la dificultad no está en oír las orientaciones. La dificultad está en seguirlas.
Pues un mentor no nos sugiere un camino al cual estamos acostumbrados. Y mucho menos nos aconseja hacer sólo aquello que nos gusta o queremos hacer. Los guías nos indican soluciones diametralmente opuestas a la línea del mínimo esfuerzo, nos ponen frente a la necesidad de encarar lo nuevo, y a menudo indican un camino que está un poco más allá de aquello que pensamos estar listos para realizar.
Los mentores nos empujan hacia lo nunca hecho, nunca experimentado o siquiera imaginado.
Por otra parte, jamás nos abandonan. Están siempre a nuestro lado, posando sus manos diáfanas sobre nuestros hombros, aliviando el fardo de nuestras indecisiones, limpiando con su soplo refrescante nuestras mentes, derramando el reconfortante bálsamo de la verdad en nuestros corazones.