No hay otra manera. En el fondo, en el fondo, todos nosotros nutrimos la fantasía de que en algún lugar de este pequeño planeta alguien está esperándonos, mirando hacia el mismo cielo y, sin saber que existimos, pensando en nosotros...
La media naranja. Nuestra alma gemela. El pedazo de mí. ¿Quién es ese Otro que debería completarnos? Y por qué, a pesar de nuestros esfuerzos, parece siempre resistirse. Siempre un poco adelante, más lejos y más lejos... siempre tan Otro, tan distante de mí.
“La vida es el arte del encuentro”, decía el poeta, antes de concluir, “aunque haya tantos desencuentros en la vida”.
¿Qué será lo que esperamos de este encuentro? A juzgar por lo que dicen los mitos, las leyendas, las canciones, los poemas y las noticias de los periódicos, queremos todo. Nada menos que la plenitud, ni una migaja menos, para sentirnos completos, enteros y justificados...
¿Conoces el Mito del Andrógino? Está en el “Banquete”, del filósofo griego Platón. Voy a contar la historia, pero antes de comenzar, dos recordatorios. No entiendas mito como mentira, fábula. No. Los mitos son historias nacidas del alma colectiva de los seres humanos. Intuiciones profundas transformadas en cuentos por la magia de las palabras. Y andrógino, más que ser uno y otro, hombre (andros) y mujer (gyno), como la gente piensa en general, es ser uno solo. Andrógino es el ser casi perfecto porque, así como los dioses, él contiene en sí mismo todas las oposiciones, él se basta a sí mismo y, completo y fecundo, se da a luz a sí mismo. En muchas mitologías, el primer hombre era un andrógino, así como será el último de nosotros.
Y, entonces, vamos a la historia. Al principio, la raza de los hombres no era como hoy. Era diferente. No había dos sexos, sino tres: hombre, mujer y la unión de los dos. Y esos seres tenían un nombre que expresaba bien su naturaleza y hoy perdió su significado: Andrógino. Además, esa criatura primordial era redonda: sus costillas y sus lados formaban un círculo y ella poseía cuatro manos, cuatro pies y una cabeza con dos caras exactamente iguales, cada una mirando hacia una dirección, apoyada en un cuello redondo. La criatura podía andar erecta, como los seres humanos hacen, para adelante y para atrás. Pero podía también rodar y rodar sobre sus cuatro brazos y cuatro piernas, cubriendo grandes distancias, veloz como un rayo de luz. Eran redondos porque redondos eran sus padres: el hombre era hijo del Sol. La mujer, de la Tierra. Y el par, un hijo de la Luna.
Su fuerza era extraordinaria y su poder, inmenso. Y eso los tornó ambiciosos. Y quisieron desafiar a los dioses. Fueron ellos los que osaron escalar el Olimpo, la montaña donde viven los inmortales. ¿Qué debían hacer los dioses reunidos en el Consejo celeste? ¿Aniquilar a las criaturas? ¿Pero como quedarse sin los sacrificios, los homenajes, la adoración? Por otro lado, tal insolencia era perfectamente intolerable. Entonces...
El Gran Zeus rugió: Dejen que vivan. Tengo un plan para que se vuelvan más humildes y disminuir su orgullo. Voy a cortarlos al medio y hacerlos andar sobre dos piernas. Eso, con certeza, va a disminuir su fuerza, además de tener la ventaja de aumentar su número, lo cual es bueno para nosotros. Y apenas había terminado de hablar, comenzó a partir a las criaturas en dos, como una manzana. Y, a medida que los cortaba, Apolo iba girando sus cabezas, para que pudieran contemplar eternamente su parte amputada. Una lección de humildad. Apolo también curó sus heridas, dio forma a su tronco y moldeó su barriga, juntando la piel que sobraba en el centro, para que ellos recuerden lo que habían sido un día.
Y ahí fue que las criaturas comenzaron a morirse. Morían de hambre y de desesperación. Se abrazaban y se dejaban estar así. Y cuando una de las partes moría, la otra quedaba a la deriva, buscando, buscando...
Zeus tuvo pena de las criaturas. Y tuvo otra idea. Dio vuelta las partes reproductoras de los seres hacia su nuevo frente. Antes, ellos copulaban con la tierra. De ahora en adelante, se reproducirían un hombre con una mujer. En un abrazo. Así la raza no moriría y ellos, los dioses descansarían. Hasta podrían continuar involucrándose en el negocio de la vida. Con el tiempo las criaturas se olvidarían de lo ocurrido y sólo tendrían conciencia de su deseo. Un deseo que jamás estaría enteramente saciado en el acto de amar, porque aún derritiéndose en el otro por un instante, el alma sabría, aunque no pudiera explicarlo, que su ansia jamás sería completamente satisfecha. Y la nostalgia de la unión perfecta renacería, ni bien se extinguieran los últimos gemidos del amor.
Esta es la historia. Un día fuimos un todo, enteros y plenos. Tan poderosos que rivalizábamos con los dioses. Es la historia que nos cuenta también cómo un día, partidos al medio, nos transformamos en dos y aprendimos a sentir nostalgia. Es la razón de esa búsqueda sin fin del abrazo lo que nos hará sentir de nuevo y una vez más, aunque sólo por algunos momentos (¿a quién le importa?), la emoción de la plenitud que perdimos un día, hace mucho tiempo.
No es por casualidad que en muchos lugares, entre los chinos y los hindúes, por ejemplo, hayan florecido rituales, técnicas y filosofías, cuyo objetivo era transformar la energía que nacía de este abrazo en energía espiritual y hacer del sexo el camino hacia lo divino. Algo que, de hecho, pudiera llenar el vacío que sentimos. Alguna cosa lo bastante fuerte, para alzarnos de nuevo hasta lo alto de la montaña de los dioses. Pero esta historia la contaré en otra ocasión...
• Adília Belotti es periodista y madre de cuatro hijos. Es la editora responsable por el Delas, el sitio femenino del portal IG, donde tiene una columna llamada Toques de alma. Además de eso, mantiene IgEducação (IgEducación) y el sitio de cultura multimedia, el Arte Digital.
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Adília Belotti é jornalista e mãe de quatro filhos e também é colunista do Somos Todos UM. Sou apaixonada por livros, pelas idéias, pelas pessoas, não necessariamente nesta ordem...
Em 2006 lançou seu primeiro livro Toques da Alma. Email: [email protected] Visite o Site do Autor