Las normas que constituyen el código moral de una determinada sociedad son generadas por la necesidad de establecer límites a la conducta individual. El objetivo es evitar grandes tensiones internas en el grupo, a partir del anhelo de ciertas personas de sentirse elevadas por un comportamiento de acuerdo con las expectativas de las divinidades.
Nunca está demás registrar que muchas de las reglas sociales se elaboran con la finalidad de preservar privilegios para un pequeño grupo que detenta el poder. O sea, no siempre las reglas llamadas “código moral” son efectivamente justas – de hecho, son casi siempre injustas. Y no es raro que estas minorías inteligentes y oportunistas utilicen todo tipo de argumentación falsa – pero de apariencia lógica – para justificar las arbitrariedades cometidas sobre las grandes masas. Así, un sistema monárquico puede atribuirse dignidad y respetabilidad si consigue demostrar que es esta la voluntad divina; clérigos inquisidores pueden matar en nombre de afirmar la fe cristiana sobre la tierra, sucediendo que procesos similares pueden usarse siglos más tarde para la “implantación” del socialismo, y así sucesivamente. Padres de familia pueden exigir recato máximo y “pureza sexual” a sus hijas y tener como amante a su secretaria, de la misma edad que ellas, por poner un ejemplo ligado a la cuestión sexual, que es la razón principal de estas observaciones.
También es importante resaltar que todas las reglas limitadoras de la conducta humana existen en función del hecho de que es posible – e incluso fácil – que ellas existan. En otras palabras, si no existiesen tendencias homicidas en el ser humano, no habría necesidad de que fuesen prohibidas – y castigadas severamente en los casos de trasgresión de la norma. Si el hombre no codiciase la mujer del prójimo, no habría el mandamiento que lo prohíbe. Mejor dicho, en la gran mayor parte de las veces las reglas pueden ser eficaces en el sentido de impedir la acción, pero no en el sentido de hacer desaparecer el deseo; los hombres codician y siempre codiciarán la mujer del prójimo, sucediendo que muchos no intentarán abordarla, de modo que se quedan con el deseo y experimentan la frustración de no poder realizarlo. Los hombres pueden no robar, pero tal deseo existe dentro de las fantasías de muchos, especialmente de los más necesitados.
Las normas son confeccionadas por criaturas más sofisticadas, en función de sus convicciones religiosas, y de sus sensaciones psíquicas ligadas a los sentimientos de culpa. Son modificadas y desvirtuadas por pequeños grupos, que se encargan de hacer que la mayoría se comporte con arreglo a ellas, sin que ellos mismos las sigan. De ese modo, la obra inicial de los humanistas se ve debidamente transformada en instrumento de dominación por minorías inteligentes y poco escrupulosas. Y todo se vuelve tan confuso, tan mezclado con verdades capaces de sensibilizar a los espíritus buenos, que es fácil engañar a la población en general, en beneficio propio.
Al final, parece más o menos claro que la “moral” se transforma en un conjunto de reglas que tiene por finalidad garantizar el privilegio de un pequeño grupo en perjuicio de la mayoría. Y esto se hace so pretexto de garantizar la estabilidad grupal y también en nombre de los mejores principios nacidos del pensamiento religioso. Por caminos tortuosos y lamentables, los ricos pueden tratar de demostrar que la virtud está en la pobreza y que Dios tiene mucha más simpatía por los miserables, sin que esto signifique que estén dispuestos a abrir mano de nada de lo que poseen. O entonces que las desigualdades sociales corresponden a la “voluntad divina”, que determinó un destino diferente para cada criatura; y así sucesivamente.