Maestros y orientadores de discípulos, en muchas vertientes de la espiritualidad, son unánimes en afirmar que todos aquellos que ponen el pie en el camino del auto-conocimiento, han tomado esa decisión movidos por el amor o por el dolor.
Yo puedo decir que he llegado a él por los dos motivos.
Y puedo incluso arriesgarme a afirmar que aquellos a quienes ha conducido el dolor, pueden, después de un cierto tiempo, mirar para tras y decir que había amor en aquel dolor. Y que los otros, aquellos a los que ha guiado el amor, pueden también reconocer algún dolor, en aquel amor.
La verdad es que no se pone el pie en el camino antes de estar preparado para recorrerlo. Más verdad todavía, es que, incluso antes de que pensemos en seguirlo, ya estamos siendo guiados por aquellos seres de luz a quienes hemos escogido como guardianes, consejeros, tutores y maestros.
No importa mucho el modo por el cual amor y dolor me han llevado a colocar el pie en el camino.
Al mismo tiempo en que yo me daba cuenta de que no había, para mí, otra elección, descubría también que soy responsable por todo lo que soy, siento y hago. Soy responsable ahora, y desde el inicio, en todos los días de mi vida presente, en todas las vidas pasadas, y eternamente.
Esa conciencia se desplomó sobre mí, primero como una tempestad, y después, de paso que iba siendo paulatinamente aceptada por mí en los diversos niveles de entendimiento de mi alma, como una bendición.
Esa conciencia de responsabilidad total me ha ido tornando más y más perceptiva.
Me convirtió en espectadora de mis propios actos.
Más allá de una tranquila aceptación de lo que me sucedía en lo cotidiano, y de una predisposición para obrar de acuerdo con mis creencias internas, esa conciencia se ampliaba a más y más aspectos de mí misma. Algunos bastante positivos. Otros no tanto.
He descubierto fuerza, coraje, energía, persistencia y fe. Por otro lado, el propio hecho de ponerme de bruces sobre mi esencia, me hizo percibir facetas menos agradables, como orgullo, rigidez, prepotencia, pereza, culpa, y también una tendencia a manipular al otro, a través de un perverso juego, donde se alternaban los papeles de víctima y de verdugo.
He comprendido que tornarme responsable por todo lo que me sucede significa emprender una profunda mudanza, un saneamiento intenso en el campo vibratorio y adyacencias, transformando el ambiente en que vivo y las relaciones con familiares, amigos, e incluso los conceptos, como hogar, casamiento, profesión y dinero.
Al principio me pareció que esas transformaciones deberían ser emprendidas a nivel mental. Cambiar las actitudes, para mí, significaba modificar las ideas. Y era en el campo mental donde más se manifestaba mi rigidez.
Pronto descubrí que los cambios no comienzan en la cabeza. Después de mucha reluctancia, llegué por fin al lugar virtual y físico donde toda la transformación se lleva a cabo.
En un día como otro cualquiera, meditando antes de dormir, coloqué por primera vez el pie en el terreno, entonces árido, pedregoso e inhóspito de mi propio corazón.
No es preciso decir el tamaño del choque y el intenso trabajo de reformulación que fue preciso emprender.
En el corazón encontré miedo, abandono, tristeza, amargura, decepción y miseria.
Pero había también dentro de mí la memoria de un interior lleno de jardines, con flores y frutos, aquello que mi corazón ya había sido, y que, estaba segura, todavía podría llegar a ser.
Había la promesa de una paz y un amor infinitos, simbolizados por una llama trina, minúscula, pero intensa, en una de las habitaciones abandonadas de la caverna fría en que se había transformado mi corazón.
He trabajado duramente, con la llama violeta y otras prácticas que aprendí en una disciplinada convivencia con la fraternidad blanca y los discípulos de Saint Germain.
Sin embargo, recitar mantras es apenas una parte del trabajo. Lo que de verdad importa, es no huir nunca de si mismo, enfrentar cada pensamiento y sentimiento con coraje, aceptarlo, y conseguir transformarlos en algo que se manifieste como armonía, cooperación y buena voluntad, primero dentro de ti y después, en extensión, hacia el ambiente en el cual te mueves.
Hace casi quince años me reconozco como alguien que ha decidido recorrer el camino del auto-conocimiento como única posibilidad de responder a los más íntimos anhelos de realización. Y no me arrepiento.
El camino conduce a algún lugar situado más allá de toda sombra, de toda dualidad, divergencia u oposición.
En él todo es parte de la totalidad, todo es armonía e integración. Nada puede quedarse fuera. Toda forma parte del todo y existe en un estado de llegar a ser perfecto.
En ese nivel de percepción, el mal no existe. Es apenas falta de conciencia de que el destino de todo y de todos es llegar a ser luz.
En el momento en que por fin, con los dos pies firmemente asentados en el camino, miramos para nosotros mismos, para nuestro lado más negro e insondable, para aquello que es casi imposible que aceptemos y perdonemos, comprendemos que el destino de todo es llegar a ser luz, y ya no tenemos miedo.
Entonces, entendemos que no es preciso construir el paraíso. Está dentro de nosotros.
Basta descubrirlo, tener acceso a él y buscar manifestarlo cada vez más en nuestro mundo.