El vislumbrar de perspectivas optimistas para la condición humana - una vida plena de alegrías, gratificaciones, esencialmente derivada de relaciones humanas ricas y desinteresadas - suele conducir a la mayoría de las personas a la búsqueda apresurada de ese objetivo sin tomar en serio los obstáculos y dificultades que han de ser superados. Así interpreto hoy los hechos ocurridos en los años 60: de repente la gente ha pensado -especialmente los jóvenes- que bastaba con cambiar el tipo de ropa, modificar el corte de los cabellos, usar sandalias, para que tuviese lugar la revolución psicológica y de costumbres que ya podía prenunciarse. Considero que aquellos que no se aperciban de la existencia de una larga andadura, de una profunda inmersión en sí mismos, caerán nuevamente al abismo de la desesperanza, de las drogas y del consumismo conservador (y ¿no ha sido esto lo que se ha dado en los años 70?).
Cuando las experiencias libertarias no salen bien, esto significa que somos capaces de concebir ideas con mucha rapidez y facilidad, pero que en general no tenemos estructura interior para vivir según ellas. Nos forzamos a eso, nos desequilibramos, caemos, nos lastimamos y llegamos a la conclusión de que las ideas estaban equivocadas; a decir verdad, me parece que la conclusión debería ser otra: todavía no estamos preparados y maduros para vivir de otro modo, para soltarnos de las ataduras que nos limitan pero también que nos protegen, nos dan sensación de cobijo y de seguridad. No se puede intentar un atajo para llegar más deprisa a lo que se pretende; hay que recorrer toda la trayectoria, sufrida y llena de desesperaciones, para alcanzar una estabilidad íntima. Si no, una vez más llegaremos tan sólo al falso brillante, a la imitación.
Así, fijándonos en una de las cuestiones más esenciales de la libertad, que es la del respeto por el modo de ser y de pensar del otro, vemos que esta cosa extremadamente sencilla u obvia nunca había llegado a existir como hecho. Y esto no sólo como postura de las clases dominantes, conservadoras y que intentan preservar sus privilegios. Todos los grupos minoritarios actúan de la misma manera: se consideran dueños de la verdad, superiores; sienten un desprecio visceral por los que piensan de modo diferente y tratan de imponer sus ideas tanto a través de las palabras como incluso por la fuerza. Grupos religiosos diferentes han hecho ya largas y sangrientas guerras para hacer prevalecer sus opiniones y “verdades”. Ideologías políticas también se emplearon de esta manera. Y, lo más increíble, los jóvenes libertarios de los años 60 ostentaban enorme desprecio por los “caretas”; quien no fuese iniciado en las “luces” advenidas del uso de la marihuana -y después del LSD- era tan despreciado y poco interesante que con él ni siquiera valía la pena intercambiar algunas palabras.
Los ateos consideran imbéciles a los que creen en Dios; los creyentes tienen pena de los ateos - y la pena es otra forma de manifestación del desprecio; es sentimiento de arriba abajo, de rico para pobre. Los homosexuales son los “entendidos” y los heterosexuales son, para ellos, un poco primarios; los heterosexuales consideran a la homosexualidad abominable, “una perversión”. El límite de esta prepotencia permanente y tan grotesca constituye la esencia de los prejuicios y del fanático nacionalismo. Así, los negros son una raza inferior, los judíos peligrosos y avarientos, los argentinos groseros y maleducados…
En esto, uno se pone a charlar individualmente con las personas, y todos se consideran criaturas de mente abierta, llenas de buen sentido y comprensión, capaces de atenerse a nuevos conceptos, siempre dispuestos a revisar sus posiciones. Hasta parece broma y sería gracioso si no fuese extremadamente grave, pues en medio de este discurso liberal siempre aparecen frases como: “esto yo no lo admito”, “no soy racista, pero los turcos…”, “no puedo siquiera pensar en que mi hijo deje sus estudios”, etc. Me parece fundamental profundizar más en estas observaciones, aunque la repetición de conceptos sea algo exhaustiva y fastidiosa.
Flávio Gikovate es médico psicoterapeuta,
Pionero de la terapia sexual en Brasil.