Coraje. Esta es la palabra que mejor define todo cuanto he aprendido con Eraldo Manfredi.
No es que no me creyese con coraje cuando lo conocí. Pero, desde el día en que estreché su mano por primera vez, me dí cuenta de que todo cuanto yo reconocía en mí como coraje, no era más que una máscara para esconder los miedos.
Era una tarde fría, julio, tal vez. El hombre, indicado por un amigo, quería escribir un libro sobre su trabajo - Terapia de Vidas Pasadas.
Quedé de encontrarlo dos veces, y no aparecí. Entonces, un día, él me telefoneó para decir que si yo no quería conocerlo, sólo tenía que decirlo, y él no insistiría más.
Esa fue la primera vez que él me desafió. Y no ha parado nunca más.
Toqué el timbre. Él abrió la puerta, me miró de arriba a abajo y me invitó a entrar. Mientras subía las escaleras para el consultorio preguntó - "Te has fijado en como vamos vestidos"?
Sólo entonces noté que parecíamos un par de tiestos - pantalón verde musgo y camisa a cuadros, en los mismos tonos. Calcetines y zapatos muy parecidos también.
Era el primer signo de una gran sintonía.
Hablamos un poco sobre sincronismos. Él me contó su historia.
Dijo que para escribir el libro yo tenía que hacer dos cosas - Leer a Brian Weiss y someterme a la Terapia de Vidas Pasadas. Conté como había sido desastrosa mi primera y única tentativa. Él me convenció de que, aquella vez, sería diferente. Y lo fue.
El libro, como a él le gustaba decir cuando le contaba a alguien cómo había sido el conocernos, nunca salió. Pero a lo largo de los años, hemos desarrollado una relación de maestro y discípulo, horizontal, profunda, intensa, a pesar de las incertidumbres y de los momentos difíciles.
Cada vez que yo me apartaba o amenazaba con desistir, él me desafiaba a ir un poco más allá de lo que yo creía que podía. Con una insistencia serena y firme, él me empujaba hacia adelante, me hacía continuar.
No sé a cuántas personas hemos atendido, cuántos problemas hemos conseguido resolver a distancia, cuántas veces hemos fallado.
Bajo la influencia de su voz de comando, he muerto centenares de veces - ahorcada, ahogada, quemada, atravesada por espadas, flechas o balas - hasta llegar al punto crucial de las cuestiones, en la captación de inconscientes.
He perdido la cuenta de los días en que hemos trabajado hasta altas horas de la noche, o hemos olvidado las horas, comentando los resultados conseguidos, entre tazas del café maravilloso que él hacía a la perfección.
Muchas de esas noches han terminado entre pizzas y risas, siempre al lado de Clô - la mujer que él había elegido como compañera y a quien amaba más que a sí mismo.
Lo que sé es que no sería hoy quien soy, si no fuese por su cariño y generosidad, siempre disponible, amparándome en las crisis materiales y espirituales, mostrándome que los misterios existen para que puedan ser desvendados, que el universo es nuestra casa y que todo se resuelve con el perdón.
El coraje que he aprendido con él, y que me lleva a enfrentar los desafíos contenidos en cada atendimiento, viene de la confianza interior que él tiene y me transmite, de que todo cuanto existe es energía, de que todos los seres están interconectados, de que todo mal es resultado de la ignorancia y de la falta de consciencia de que todo es Luz.
Actuaba en lo invisible con la misma naturalidad con que apretaba tornillos y cambiaba bombillas en el mundo material.
Para él, no había puerta que no pudiese abrir, resistencia que no pudiese vencer, tendencia que no pudiese corregir. Y aún cuando la cosa parecía insoluble, él no dejaba de intentarlo.
El miércoles pasado él dijo adiós a nuestro mundo, y desde que he recibido la noticia de su tránsito, las memorias de todo cuanto hemos vivido juntos inundan mi mente y mi corazón.
Ninguna de ellas es mala. Son todas buenas, son todas bellas, llenas de afectuoso respeto y silenciosa comprensión.
¿Qué más puedo decir?
Que llevo conmigo un poco de Eraldo, tal como todos los que han convivido con él, lo llevan también. Ese poco de Eraldo que hay en mí es lo que me lleva a osar entrar en la intimidad de aquellos que acuden a mí; a buscar la raíz de sus conflictos internos y a confiar en mi don.
Entre lágrimas de tristeza por la nostalgia que queda, y de alegría, por la seguridad de que él sigue su jornada victorioso y feliz, agradezco la bendición de haber caminado a su lado, lamentando, sí, como todo ser humano lamenta, cuando se ve separado de aquel a quien admira y ama, no haber abrazado más, conversado más, buceado más en sus ojos azules para decir más claramente y con más frecuencia lo muy especial que él es.
Conforta saber, que donde quiera que esté, con la consciencia todavía más ampliada, él puede ver y sentir que es muy amado por todos nosotros.