Aquí estamos, todos nosotros, en presencia sutil y carne.
Somos espíritus que no perecen; no somos apenas cuerpos.
No somos humanos, estamos humanos en este presente momento.
Somos ¡la esencia espiritual que jamás muere!
Entramos y salimos de los cuerpos transitorios. ¡Nosotros permanecemos!
Somos estrellas, el cuerpo es la cáscara, el envoltorio. Y, como instrumento para el aprendizaje ¡él es sagrado!
Es nuestro templo temporal. Somos huéspedes siderales en la carne.
Como espíritus, somos fuertes y eternos; pero en la carne, somos frágiles.
En esa dualidad, no es el cuerpo el que ha de obtener el brillo de la estrella; al contrario, es la estrella la que tiene que brillar en el cuerpo e iluminarlo.
No somos humanos, estamos humanos, por el momento.
Por tanto, aprovechemos para llenar el cuerpo carnal de luz.
¡Hagamos valer nuestra luz!
Nada en el universo puede apagarnos.
Somos más que los innumerables soles del universo, pues ellos un día se apagarán. ¡Nosotros, no!
¡Cuando la cáscara se cae, sube la estrella!
¿Y quién podrá enterrar aquello que es del cielo?
¿Qué tumba terrena podrá aprisionar al ser de luz?
No, ninguno de nosotros será jamás enterrado o cremado.
Volaremos al más allá… donde otros muchos nos esperan.
Allá adelante, bien alto, donde los ojos no ven, nos reencontraremos. Y todos aquellos que ya se han ido, allá estarán, como debe ser.
No somos humanos; estamos humanos.
Y lo que importa, realmente, es que sepamos eso.
Para no sufrir nunca más la ilusión de la pérdida de alguien.
Para dejar a los muertos en el cementerio, lugar de reciclaje de cuerpos.
Y para que miremos hacia lo alto, con el corazón abierto, y veamos las innumerables estrellitas llamándonos para otros pasos evolutivos, más allá…
Aun “estando humanos” ¡somos espíritus!
Entonces, hagamos aquello que hemos venido a hacer: llenar el cuerpo y la vida de luz.