Muchas parejas sólo evitan la separación porque temen el aislamiento de una vida solitaria. Nuestra sociedad, centrada en el núcleo familiar, estimula la dependencia entre las personas.
¿Qué es preferible: estar solo o mal acompañado? A esta pregunta la gran mayoría de las personas responde de dos maneras diferentes. Cuando se trata de una situación hipotética o de la vida de otros, ellas dicen que no tiene sentido alguno continuar con alguien a quien no se ama o con quien no se tiene afinidad. Así responden también los más jóvenes y sin experiencia. Sin embargo, cuando nos enfrentamos a una situación de hecho, en que un hombre y una mujer se ven envueltos en una unión llena de desentendimientos y disgustos, la cosa es mucho más complicada. La mayoría de las parejas prefiere ir llevando la relación a trancas y barrancas en vez de hacer las maletas y marchar para cualquier lugar – la casa de un pariente, de un amigo, un hotel, etc. Esa es una de las situaciones en que es muy fácil hablar, pero muy difícil de hacer.
Al fin, ¿qué nos ata tanto al casamiento? ¿Serán solamente los hijos? ¿El patrimonio? ¿Las costumbres y apegos que tenemos a las cosas que nos rodean, especialmente a la propia casa? ¿O será el pavor de vernos aislados? Aunque todos los factores citados tengan cierta importancia, considero que la principal razón por la cual las personas conservan vínculos absolutamente insatisfactorios se deriva del hecho de que no pueden siquiera imaginarse en soledad por algunos días. Es curioso, pues esto ocurre también con aquellas criaturas que, en el pasado, han vivido largo tiempo sin compañía. Es como si desaprendiésemos totalmente que nuestra condición es, bajo ciertos aspectos, incluso bastante agradable. Es como si retrocediésemos y consiguiésemos considerarnos integrados apenas dentro de un grupo.
Todos nosotros hemos crecido formando parte de un grupo familiar – o algún sustituto de éste – en el que nos sentíamos más protegidos, más confortables. Y la sensación persistía aunque el ambiente fuese tenso, lleno de disensiones y roces. A fin de cuentas éramos dependientes y no teníamos la opción de quedarnos solos. Esta hipótesis estaba relacionada con el total desamparo y la falta de recursos para la supervivencia. Parece que, después de adultos, continuamos asociando a la vida en familia toda sensación de protección y seguridad: y a la vida solitaria, todo el miedo y todo el abandono. Esto sin contar los prejuicios, pues hemos crecido escuchando frases del tipo de: “¡Pobre Fulanita! No se ha casado y vive sola. ¡Qué triste debe ser su vida!, “Pobre aquel niño huérfano, que no tiene a los padres para darle cariño y atención”. Tales frases, repetidas durante los años de formación, han quedado impresas a hierro y fuego dentro de nosotros.
Podemos permanecer solos durante años y años, especialmente durante la juventud. Esto ocurre cuando vamos a estudiar o trabajar en otra ciudad, por fuerza de las circunstancias o incluso por libre opción. Después de cierto período más difícil de adaptación, acabamos apreciando mucho la experiencia. Pero vienen nuevamente los prejuicios que nos “enseñan” que no es “normal” gustar de permanecer solo. Lógicamente ese tipo de contradicción no siempre ocurre. En nuestro país, la gran mayoría de los jóvenes sólo sale de casa para casarse. Cuando estudia fuera, vive en repúblicas, que son habitaciones colectivas, donde una vez más se valoriza la vida en grupo.
Aunque no todos tengan conciencia de eso, la sociedad favorece la dependencia entre las personas. Ocurre que, en determinados momentos, deberíamos estar capacitados para actos de plena autonomía. Y no lo estamos. Es el caso de la situación conyugal llena de riñas y desaciertos. Racionalmente, deberíamos poner fin a eso lo más pronto posible. Deberíamos tener condiciones para pasar cierto tiempo en soledad independientes, bastándonos a nosotros mismos, capaces de diálogos interiores, meditación y reflexión, hasta para entender en profundidad por qué las cosas se han encaminado de esa manera. Desgraciadamente, la simple idea de encontrarnos aislados en una habitación de hotel ya nos provoca pánico. Y permanecemos así atados al enmarañado complejo en que se transforma la vida conyugal llena de conflictos. En la mayoría de los casos, no tenemos fuerzas siquiera para una separación temporal. Pienso que ese tipo de miedo es muy peligroso, pues no son raras las veces en que una “pausa conyugal” puede ser la última oportunidad para la reconciliación. Cuando estamos solos y lejos de la situación de conflicto, tenemos ocasión para reflexionar mejor y hacer una autocrítica más correcta. Es más, deberíamos recurrir a la soledad siempre que nos encontrásemos en una encrucijada, siguiendo el ejemplo de Moisés, Jesús, y tantos otros, que se aislaron para meditar, en las montañas o en el desierto, cobrando nuevas fuerzas antes de tomar decisiones radicales y definitivas.