La libertad de cada uno de nosotros puede ser pensada en términos amplios, relacionados con el coraje para abandonar una vida convencional de trabajo – renunciando a una buena situación económica, abriendo mano de la posición social y, a veces, de la familia – con objeto de hacer otra vida en otro lugar, lejos de todas las personas que hasta entonces nos rodeaban. En un caso así de radical, está claro que, a pesar de la fascinación que tal propuesta pueda producirnos, muchos miedos y frenos íntimos nos impedirán actuar.
Quiero tratar ahora algo mucho más sencillo: estoy pensando en las pequeñas restricciones que la mayoría de las personas acepta, de forma pasiva, como si fuesen inherentes a cualquier modo de vida en común. ¿Qué hace que un marido honesto acepte como natural la “bronca” que lleva siempre que llega a casa más tarde porque ha tenido que permanecer más tiempo trabajando? ¿No sería razonable imaginar que justamente en una condición como esta debería ser recibido con un cuidado todavía mayor, ya que probablemente se encontrará más cansado – cuando no contrariado?
¿Qué hace que una mujer honesta acepte como prueba de amor la “bronca” que lleva siempre que el marido llega a casa antes que ella, aunque esto se deba a que ella ha estado cuidando de la suegra inválida? ¿Cuál es la razón para que un hijo adulto y responsable sea obligado a someterse a reglas que impliquen, por ejemplo, horario para llegar por la noche en vísperas de festivo? ¿Por qué es tan ofensivo que este mismo hijo prefiera dormir durante la hora de la comida dominical en vez de tomar parte en ella? ¿Qué problema hay en que él se vaya a dormir muy tarde, si es capaz de despertar temprano al día siguiente y dar cuenta de todas sus obligaciones? ¿Por qué el marido puede decidir que la mujer no debe salir con determinada ropa, que es tenida por él como impropia? ¿Por qué las madres saben mejor si sus hijos van a pasar frío sin el abrigo que ellas insisten en hacerle poner? ¿Por qué el marido tiene que “pedir permiso” a su mujer para ir, con los amigos, al fútbol el domingo?
Tantas preguntas de igual contenido podrían hacerse aún, todas relacionadas con las pequeñas concesiones que hacemos siempre con la intención de evitar roces con aquellos con quienes convivimos. Tenemos la impresión de que no se trata de grave pérdida, ya que cada una de esas renuncias envuelve deseos menores. Sin embargo, lo que acaba pesando es el conjunto, la suma de pequeñas concesiones indebidas e innecesarias. Nos damos cuenta de que estamos acumulando cierto resentimiento y frustración por tales limitaciones a nuestra libertad cotidiana justamente cuando tenemos la oportunidad de permanecer en soledad durante algunos días.
Es cada vez mayor el número de personas que tienen la oportunidad de vivir tal experiencia, antes presentida como asustadora y provocadora de gran pánico – sí, porque hemos crecido con la idea de que la soledad envuelve graves dolores y fuerte humillación social: ¿quien se siente con coraje para ir solo a un restaurante? La vivencia es muy interesante, una vez que, superados los primeros momentos de miedo, las personas pasan a considerar como “lo máximo” dejar la televisión encendida el tiempo que deseen, dormir con la cantidad de mantas que su temperatura corporal pida, comer (o no) a la hora que mejor les parezca y así sucesivamente.
Muchas son las personas que, después de un período de vida libre de tales obligaciones grupales que imponen duras restricciones a nuestra modesta libertad cotidiana, ya no se sienten en condiciones de aceptar tales reglas. Más o menos es así: cuando una persona descubre que puede vivir relativamente bien en soledad, que es capaz de superar el vacío y el pánico que pueden surgir en ese contexto, se torna menos tolerante frente a las exigencias posesivas, celosas y a veces, envidiosas impuestas por los lazos afectivos usuales. No es raro que tal mudanza le llegue cargada de dudas de carácter moral: “¿me estaré convirtiendo en una persona egoísta?” Siempre es bueno recordar que el egoísta no es aquel que cuida bien de sus derechos, sino aquel que quiere apropiarse de lo que no le pertenece. Así, es más que legítimo el derecho de una persona a no querer hacer ya las pequeñas concesiones propias de la rutina de la mayor parte de los grupos familiares y sociales.
La verdad es que hacemos muchas cosas contra nuestra voluntad sólo porque no nos sentimos con coraje para cargar con las consecuencias de nuestra rebelión. Tememos el rechazo, las críticas directas, el enjuiciamiento moral. Tememos el abandono y la condena a la soledad. Cuando percibimos que existe un lado muy interesante en permanecer solo, cuando perdemos el miedo a enfrentarnos a nuestra subjetividad y somos capaces de imaginar una vida rica incluso lejos de aquellas relaciones sociales que nos imponen límites indeseables, nos rebelamos contra esas pequeñas y múltiples normas restrictivas de nuestra libertad individual. Nos tornamos más libres de todos modos, aun cuando no rompemos nuestros lazos. Lo que ocurrirá es la gradual mudanza en las normas de convivencia, que tendrán que adecuarse a los nuevos tiempos, tornándose más respetuosas con la individualidad y con la libertad que de ella se deriva.
Imposible abrir mano de una conquista tan placentera.