He venido intentando demostrar que, en virtud de no soportar la insignificancia de su condición, el hombre busca siempre caminos a través de los cuales se sienta engrandecido, importante, destacado, indispensable. No afirmo que la condición humana sea insignificante, sino que esta es la manera en que los hombres – especialmente los más inteligentes y, por eso mismo, más conscientes – la registran.
De esta forma, no se puede hablar de libertad de encaminar la propia vida, puesto que se hace necesario dar a ésta alguna grandeza, cultivar algún tipo de sensación de superioridad capaz de atenuar la desesperación derivada de la consciencia de la insignificancia.
La búsqueda de grandezas parece, a mis ojos, la constante de más importancia en el comportamiento de los hombres mejor dotados. Y es así, tanto en la dirección más egoísta – conquista de riquezas y poder – como en la más generosa – renuncia a los placeres del cuerpo y tentativa de trascendencia por diversas vías. En otras palabras, humanistas y generales tienen en común la absoluta incapacidad de aceptar la simplicidad y la relativa banalidad de la condición humana. Por caminos diametralmente opuestos buscan la misma salvación individual. Buscan una sensación subjetiva de superioridad, siendo excepción aquellos que efectivamente tratan de ir tras la aceptación de las verdades últimas.
Para profundizar en la cuestión de la búsqueda de libertad, valen algunas observaciones acerca de lo que pueda ser la responsabilidad (otro término siempre usado y nunca efectivamente definido). Según pienso, la responsabilidad puede ser entendida como una sobrecarga, un peso que sentimos cuando nuestras acciones y decisiones tienen el poder de interferir sobre el estado de otra u otras personas. Apenas a título de ejemplo, cuando un cirujano está operando a un paciente que se ha entregado a él, su error o indecisión podrá tener consecuencias graves sobre el enfermo, pudiendo incluso llevarlo a la muerte. El médico, siendo consciente de esta situación, siente una carga sobre sus hombros que lo pone más tenso; si su error llega a perjudicar a otro, fatalmente se sentirá culpable, sentimiento de los más desagradables.
Casi todas las actividades socialmente valoradas implican la existencia de esa sobrecarga; o sea, las decisiones de una persona tienen el poder de beneficiar o perjudicar a varias otras criaturas. No creo que exista duda alguna acerca de que el asumir tal posición conlleva mayor causa de tensiones, angustias y todo tipo de desgastes psicosomáticos responsables por el envejecimiento precoz de muchos organismos. Mucho más que el tabaco, el azúcar y el alcohol, la sobrecarga de responsabilidades determina las enfermedades circulatorias en personas jóvenes. Tampoco es de extrañar que los ejecutivos altamente sobrecargados de preocupaciones tiendan al abuso de las bebidas alcohólicas después del horario laboral o durante los fines de semana, condición indispensable para poder sentirse más ligeros, relajados y de buen humor.
Y las personas que viven esta sobrecarga tienen absoluta consciencia de su existencia y de los maleficios que les causa. Pueden justificar la persistencia en este patrón de comportamiento en función de sus necesidades o ambiciones materiales, no obstante, incluso cuando alcanzan una estabilidad económica absoluta, no cambian de actitud y no tratan de simplificar sus vidas, cosa que demuestra claramente que el interés económico es puro pretexto para justificar tal conducta.
Una de las cosas que más me ha venido llamando la atención en los últimos años, es el hecho de que las personas, en lo que se refiere a la administración de sus propias vidas, cometen errores extremadamente groseros y absolutamente desproporcionados a su inteligencia. Y más, saben que están actuando de forma inadecuada y definitivamente no consiguen alterar el rumbo de sus vidas (en los pocos casos en que he visto suceder eso, ha sido como resultado de acontecimientos externos, como es el caso, por ejemplo, de un industrial que va a la quiebra debido a una crisis económica general, independiente de su voluntad).
Ya he afirmado que no creo en un impulso destructivo de naturaleza instintiva del ser humano y tampoco me parece posible explicar tan obvios fallos, lógicos apenas en función de experiencias traumáticas de la infancia. De esta forma, hemos de ir tras otro tipo de explicación para poder comprender mejor la cuestión de la responsabilidad.