No creo que se pueda hablar de libertad cuando nos referimos a personas que tienen que mantenerse permanentemente ocupadas, persiguiendo objetivos sofisticados, que perciben como grandiosos, por medio de los cuales obtendrán destaque social capaz de satisfacer su vanidad. Al contrario, parece que huyen desesperadamente de enfrentarse de modo más directo a sí mismas y, principalmente, de la conciencia más clara que pueden tener acerca de la condición humana.
Los que son bien sucedidos a través de este camino, solamente lo son a los ojos de las demás personas, pues la propia conquista de los objetivos propuestos impulsa al individuo de vuelta a las cuestiones de las que ha intentado esconderse. De esta forma, es bastante común la aparición de disturbios hipocondríacos, miedo a la muerte, depresiones de todo tipo, exactamente cuando el individuo llega a la proximidad de sus metas, condición en la que podrá tener más tiempo libre y menos necesidad de preocuparse de modo obsesivo por sus planes prácticos. O sea, justamente cuando habría llegado la hora de poder disfrutar de los beneficios obtenidos por la lucha desenfrenada, surgen obstáculos insospechados capaces de llevar al individuo a un estado emocional lamentable.
Si en el proceso de ejercer su energía física y mental para alcanzar objetivos personales el individuo oprime a terceros, no creo que sea esa la intención primera y deliberada; tan sólo no puede dejar de batallar para llegar a donde se ha propuesto. No creo en la existencia de una efectiva tendencia agresiva y destructiva en el ser humano, a pesar de que la práctica nos demuestra que las relaciones humanas tienen, durante la mayor parte del tiempo, manifestaciones que podrían ser interpretadas de esa forma. Creo, eso sí, que los denominados opresores son criaturas desesperadas, conscientes de cosas que no soportan y obligadas a actuar obstinadamente para atenuar su propia desesperación. Los más débiles, los oprimidos, sufren las consecuencias de esta forma de ser de los opresores de un modo directo y simple; sin embargo sería ilusorio suponer que los opresores estén viviendo bien, que las tengan todas consigo.
Así, la necesidad de progresar cada vez más, de rehacer nuevos y más complejos proyectos de evolución en la dirección por la que han encaminado sus vidas, me parece un imperativo para estas personas – y, claro está, para las sociedades y esquemas económicos en que ellas se establecen – aunque tal progreso ya sea percibido como absolutamente sin fundamento en la realidad. Sólo a título de ejemplo, un industrial bien sucedido podrá duplicar su fábrica a costa de sacrificios y apreturas financieras, a pesar de que los resultados materiales de esta expansión ya no serán necesarios ni siquiera para el sustento de sus nietos.
Los más dotados de inteligencia, en el afán de atenuar su desesperación, oprimen, directa o indirectamente, a la mayoría de las poblaciones. Pero el resultado observable es que estas personas también acaban actuando como verdugos de sí mismas, llevando una vida tanto o más sufrida que la de aquellos a quienes oprimen (salvando, claro está, el aspecto referente a las comodidades materiales, que funcionan más o menos como un premio de consolación). De esta manera, podemos afirmar que ninguno está viviendo realmente bien, que ninguno está efectivamente convencido de que su modo de ser ha sido decidido mediante una opción libre.
Si se da crédito a estas observaciones, sería forzoso suponer que el primer paso para encaminar la cuestión de la libertad humana consistiría en la aceptación dócil y no resentida de la insignificancia de nuestra condición. La desesperación derivada de esa constatación debería ser vivida hasta el agotamiento, y no atenuada artificialmente a través de drogas, de trabajo y ocupación intelectual obcecada, de la búsqueda de riquezas y destaques sociales cada vez mayores.