Libertad, condición siempre buscada, pero hasta ahora vivida apenas como un concepto abstracto, una bella idea. La insistencia en el tema me parece fundamental, principalmente porque considero que un importante equívoco contemporáneo ha sido la confusión entre liberación de las normas de conducta sexual y libertad; este último estado me parece que abarca bastante más y es, principalmente, imposible de ser catalogado como norma específica de conducta, lo cual, por sí, ya se opondría al concepto de libertad. No me canso de señalar la ingenuidad y la superficialidad del pensamiento contemporáneo, siempre con la finalidad de remitir a las personas – especialmente a los jóvenes – a las cuestiones humanas en toda su complejidad, cosa que me parece fundamental para obtener algún proceso efectivo.
Además de la vanidad, de la incapacidad humana de aceptar la condición de insignificancia, de la tendencia a sobrecargas de responsabilidad y renuncia, importantes obstáculos para quien pretende acercarse a la sensación de libertad, valen algunas consideraciones acerca del sentimiento de culpa. En general se considera que existe dentro de cada individuo un código moral – en gran parte propuesto por el medio social y familiar – cuya transgresión determina una sensación desagradable de tristeza y vergüenza a la que solemos llamar culpa. La experiencia nos ha obligado a ver las cosas de una manera bastante distinta; en primer lugar, la gran mayoría de las personas no se comporta de un modo tenido como digno por su grupo porque posea internamente un conjunto de reglas que deben ser seguidas; estas personas de comportan respetando las reglas, básicamente por miedo a las represalias terrestres (pérdida de posición, de afectos, riesgo de encarcelamiento, etc.) o divinas (castigos tras la muerte).
El sentido ético adviene de que la persona sea capaz de colocarse en el lugar de los otros y, a través de esto, establecer límites a su conducta, con la finalidad de no ser causa de dramas a terceros. La mayoría de las personas interrumpe desde muy pronto el proceso de salir de sí mismas y también de intentar observar el mundo por los ojos de los demás; esto a causa de una gran fragilidad interna que la torna permanentemente ocupada consigo misma y con sus intereses, condición en que usamos el término egoísmo. El egoísta no desarrolla, por tanto, un verdadero sentido moral; se comporta siempre con el objetivo de lograr el mejor provecho para sí mismo en cada situación, lo cual muchas veces llegará a coincidir con la denominada conducta ética, que podrá ser conocida más intelectualmente que emocionalmente. En este caso, la conducta es más de conveniencia que de convicción.
Aquellas personas capaces de colocarse en el lugar de los otros tienden a una posición moral también dudosa, puesto que, la mayoría de las veces, aprenden a obtener más placer de la renuncia que de la defensa de sus legítimos derechos. Esto acaba determinando una ética en que la grandeza está en el sacrificio, en el sufrimiento y en la renuncia, condición que, cuando cumplida, hace que el individuo se sienta elevado, engrandecido. Estas son las personas que experimentan fuerte sentimiento de culpa cuando se perciben en falta para con terceros. Además de la tristeza derivada de saberse responsable por algún perjuicio causado al otro, existe también una desagradable sensación de vergüenza y humillación derivada, a mi entender, de no haber sido capaz de mantenerse en el elevado nivel a que el individuo aspira. Así, además de otras implicaciones, sobre las que volveré en algún otro artículo, existe también en la transgresión moral la sensación desagradable de rebajamiento, de insignificancia, de la que todos intentamos alejarnos, cada cual a su manera. Tal y como pienso, esta sensación es responsable por un importante componente depresivo relacionado con el sentimiento de culpa, depresión ésta muchas veces en desproporción a los daños causados; ella mide la decepción del individuo para consigo mismo.