Actualmente aún es grande el número de mujeres que tienen una visión unilateral y, hasta cierto punto machista, acerca de las relaciones íntimas entre hombres y mujeres. Es un hecho que los hombres siempre han sido físicamente más fuertes y se han beneficiado de eso para, antes de la vida en sociedad, tener acceso a las mujeres que despertaban en ellos el deseo. En sociedad, empero, las elecciones y las aparcerías siempre han sido reglamentadas. Determinados hombres deberían casarse con determinadas mujeres y la elección era llevada a cabo por los padres. Correspondía al hombre una serie de deberes y derechos, y en el mismo caso estaban las mujeres. Es un hecho que los hombres tenían sus derechos matrimoniales, lo que significaba que las mujeres tenían que estar siempre disponibles sexualmente. Esto solamente se ha modificado desde hace pocas décadas.
Los matrimonios no han sido basados, a lo largo de la historia, en sentimientos amorosos. Cuando un hombre quería tener acceso a cualquier otra mujer que despertase en él interés sexual o sentimental, dependía completamente de que ella estuviese conforme. O sea, dentro del matrimonio él tenía derechos y deberes y actuaba como si fuese el rey, el jefe; pero el clima no era de naturaleza amorosa y sí de asociación para fines reproductores y para, juntos, enfrentarse a las adversidades de la vida práctica. Cualquier vivencia de carácter erótico o sentimental, que siempre acababa por suceder, dependía de que él se hiciese interesante a los ojos de las mujeres, una vez que éstas ya eran interesantes, pues habían despertado en ellos el interés sexual y/o sentimental. Dependían por tanto, de la aprobación de ellas.
Ellas vendrían a admirar y aceptar la aproximación de determinados hombres que tuviesen las cualidades que ellas valoraban. O sea, fuera del contexto conyugal, el hombre siempre se ha preocupado mucho en actuar de una forma que agradase a las mujeres. Si ellas valorasen a los cazadores de grandes animales, a esto se dedicarían ellos. Al valorar a los guerreros, estimulaban a los hombres para las guerras. Los hombres no querían las guerras ni las cacerías. ¡Querían a las mujeres! Los hombres siempre quisieron a las mujeres y actuaron de esta o de aquella forma porque consideraban estar provocando la admiración de ellas.
Es terrible ver la historia masculina desde este ángulo triste, en que lo masculino siempre se ha definido a partir de lo femenino. Es así hasta hoy: si las mujeres valoran a los hombres sencillos, sin coche, cultos, poetas y delicados ¡así seremos! Si valoran los cochazos, entonces queremos tener cochazos. No para tener los cochazos, sino para tener acceso a las mujeres.
Desde este ángulo miro la cuestión y por ello no puedo aceptar con facilidad esta idea de que las mujeres han sido apenas víctimas de la opresión masculina, que ellas han sido pisoteadas y perjudicadas. Es un hecho que ellos las han apartado de las buenas condiciones de trabajo social (eso cuando pensamos en la historia reciente de la humanidad y no en los milenios que nos anteceden). Lo hicieron para defenderse, para tener el poder económico con el cual pretendían neutralizar el poder sensual femenino. Ha sido por debilidad el hacer lo que hicieron. El hombre siempre ha sido el sexo frágil, justamente porque siempre hemos deseado mucho (y todavía deseamos) ser bien aceptados por las mujeres.
Cuando se escuchan los relatos de las inseguridades sexuales de los hombres más delicados, de aquellos que no son los calaveras, ellos están siempre preocupadísimos por no decepcionar a las mujeres con las que se están relacionando. Están todo el tiempo preocupados por no fracasar sexualmente ante aquellas diosas a quienes atribuyen el derecho de juzgarlos y de evaluarlos como criaturas dignas, como verdaderos hombres. Esto puede incluso provocar en ellos tamaña inseguridad que les impulse en dirección a aquellas mujeres que ellos menos valoran, y que creen posible agradar con más facilidad. Así, muchos hombres estupendos acaban por alejarse de las mujeres a las que les gustaría enamorar justamente porque consideran que no van a ser aceptados por ellas, que no van a estar a la altura de ellas ni siquiera en el plano sexual.
Ahora bien, eso no es superioridad ni dominación. Es debilidad e inseguridad. Los hombres machotes, aquellos que necesitan depreciar a las mujeres todo el tiempo, son movidos por la envidia. ¡Hablan mal de la mujer, pero en los carnavales de antaño eran los que se disfrazaban con ropas femeninas! Querían ser mujeres porque querían despertar el deseo visual que sienten por ellas. Querían sentirse deseados del mismo modo que desean. Toda hostilidad gratuita es manifestación de envidia. Los machotes sienten envidia de las mujeres. Los mejores hombres se sienten inseguros y no se consideran a la altura de ellas. ¿Dónde está la tan cacareada potencia masculina, la tan temida superioridad y dominación de los hombres sobre las mujeres?