Según mi manera de pensar, si el mundo de las ideas se desvincula de la realidad y pasa a existir con autonomía, el individuo cuya razón así proceda perderá definitivamente la ruta de la libertad. Intento conceptuar la libertad como un estado de espíritu, como una alegría íntima (como un placer erótico, tal vez la forma más consistente y genuina de vanidad), que se deriva de la coherencia entre pensamientos y conductas. Bellas ideas que no tengan nada que ver con la realidad de nuestra condición nos alejan de la libertad; es en esta categoría donde clasifico a casi todos los sistemas filosóficos y religiosos de gran aceptación. Si las ideas ganan autonomía y se desvinculan de lo real podrán ser muy lindas, pero serán falsas. Se pierde el proceso creativo fundamental que es el intercambio permanente entre los dos mundos; se pierde la coherencia y, por tanto, no hay libertad.
Y la tendencia a esta fascinación de las ideas es muy fácil de entender, siempre que partamos del principio de que los individuos, al constatar sus propiedades biológicas (ser mortal, por ejemplo) y psicológicas (lleno de emociones contradictorias, por ejemplo), no se han agradado de lo que han observado. En la medida en que poseen la capacidad de imaginar, pueden perfectamente “inventar” otra condición humana, percibida como mucho más requintada e interesante que la real – que, dicho sea de paso, es la única que existe de hecho. No pueden dejar de desarrollar una enorme irritación contra la realidad, lo cual implica una revuelta contra sí mismos (agravando y perpetuando los sentimientos de inferioridad); ésta se manifiesta, la mayor parte de las veces, de forma banal y artificial, la persona incomodándose por alguna de sus características físicas (estatura, forma del rostro, peso, etc.), tan sólo signos de esta hostilidad contra su yo real y sus propiedades más relevantes.
Las ideas pueden ser bellas; en su mundo existe la perfección; el hombre puede sentirse importante, indispensable; el hombre puede y debe buscar la trascendencia. El hombre real es un mamífero y tiene varias reacciones que, “desgraciadamente”, indican su parentesco con los demás animales; es imperfecto, insignificante y busca apenas los placeres. Y cuanto más seducidos estemos por bellas ideas, más difícil será aceptar y digerir la realidad; en función de esta dicotomía radical entre lo imaginario y lo que se observa, surge un tipo de evaluación en el cual las “virtudes” (el bien) corresponden a lo que se puede alcanzar a través del pensamiento; lo que se constata en términos de conducta efectiva del ser humano son sus “debilidades” (el mal), de las que tendrá que intentar librarse si quiere alcanzar los objetivos mayores propuestos por las ideas. A mí me parece hoy muy claro que no se puede llegar a nada de gratificante para las personas a través de esta postura equivocada, que se basa esencialmente en la no aceptación de la condición humana.
Las personas que se gobiernan por la realidad son mal vistas por las más idealistas (además de que son también objeto de admiración y envidia) y se sienten medio banales y mentecatas, admirando mucho (no sin envidia) a los que coleccionan “virtudes”. Como proceden de esta forma por varias razones psicológicas (vanidad, ambición, etc.) y no por convicción de que sólo existe el mundo real, tienden a conducirse de un modo cínico y oportunista, guiándose por las reglas del juego existente. Los idealistas, por otra parte, rehúsan participar en el juego y solamente sueñan con cambios radicales. Nadie actúa de modo eficiente en su propia manera de vivir, en busca de la coherencia que sólo puede ser alcanzada si somos capaces de frecuentar los dos mundos. Las ideas tienen que tener paralelo en la realidad, aunque esto, a primera vista, implique la necesidad de “banalizar” un poco nuestras concepciones, librándonos de aquello que puede ser encantador pero que no es verdadero.
Según pienso, nada aleja más a las personas de la agradable y codiciada sensación de libertad que las bellas ideas falsas. La luz renace para las personas que ya no se obligan más a ser lo que no son tan sólo para estar de acuerdo con ciertas convicciones y teorías que han despreciado a la verdadera naturaleza humana.