Habían pasado ya seis años desde mi llegada a Brasil, pero no había olvidado un proyecto que me había jurado a mí misma realizar: volver a Italia. A pesar de que estaba viviendo una fase de mi vida de las más interesantes, no conseguía dejar de sentirme en el exilio.
Terminado el primer curso en la facultad, no vacilé en abandonar empleo y estudios. Con mi dinero, compré un pasaje, llené el mismo baúl que había traído para aquí, y embarqué en un buque todavía más grande, de vuelta a mi tierra.
Este segundo viaje fue mucho más emocionante: finalmente estaba sola y era dueña de mi nariz. No es que esto cambiase gran cosa en mi manera de verme y de relacionarme con los demás, tal era el arraigo que tenían en mí los principios católicos y el oscuro miedo de infringir algún tipo de precepto.
Aun así, acabé enamorándome perdidamente de un hombre enigmático, que sólo aparecía por las noches en compañía de un amigo, y que entabló conversación con un pretexto cualquiera. Era un italiano que venía de Argentina, y que también quería regresar definitivamente. Me gustó inmediatamente su modo brusco y directo de decir las cosas, me fascinaba aquel aire de misterio que le rodeaba. Parecía un hombre muy experimentado, me trataba sin muchos miramientos. Me atraía como un imán, procediendo de él un no sé qué de superioridad y de autodominio, que me subyugaba. En una de nuestras conversaciones, mencionó ciertas prácticas de yoga, que él utilizaba, y que yo, inmediatamente deseé poder conocer. Nuestra relación (que tampoco pasó más allá de los acostumbrados besos y caricias que una doncella se permitía en aquella época) fue bastante tumultuada en razón de mi inmadurez y de su grosería. Al final del viaje yo había decidido que ya no quería saber nada de él, aunque esto me costase un sufrimiento desconocido hasta entonces.
Cuando llegamos al punto de destino, yo rehusé darle mi dirección. Aun así, él me pidió que le sujetase un envoltorio mientras él pasaba por la aduana. Sin decir una palabra hice lo que él me había pedido.
Al llegar a la casa en que había nacido, y donde todavía vivían mis tíos, que iban a hospedarme, todas las emociones del viaje y de la llegada se juntaron para hacerme caer enferma. Cuando pude recobrar mi estado normal, me di cuenta de que, si quería apaciguar mi corazón necesitaba cuando menos descubrir la dirección de L., mi misterioso compañero de viaje. Removí cielos y tierra hasta conseguir la información, pero decidí no tomar iniciativa alguna de momento.
Yo ya había retomado los contactos con todos mis parientes y amigos, la alegría de haber regresado a mi habitat natural compensaba cualquier frustración. Continuaba con mi autoestima en alza, porque todos me elogiaban por los progresos alcanzados. Ahora necesitaba consolidar mi situación en mi tierra, y la primera providencia sería encontrar un buen trabajo. Con ayuda de un pariente, conseguí un empleo de secretaria en la empresa de un director suizo, en que podría utilizar mis conocimientos de francés.
Pasada la euforia de los primeros tiempos, no tardaron en manifestarse los contrastes entre mi vida presente y la que había dejado en Brasil. Lo que más echaba de menos era la libertad de ir y de venir que había conquistado a duras penas en Sao Paulo. Allá podía trabajar todo el día, ir a la facultad, llegar a casa a medianoche, sin que ello causase extrañeza.
Exceptuando los rezongos de mi madre, que naturalmente no se acostaba mientras yo no llegase, nadie tenía motivos para criticarme.
Aquí yo tenía que prestar cuentas de todos mis movimientos a mis tíos, que se sentían responsables por mí y debían encontrar muy extraña mi desenvoltura en querer permanecer fuera de casa.
Una de mis tías juraba que me había visto, desde la ventana, entrar en el coche de un desconocido. Cuanto más yo quería explicar que se trataba de un equívoco, más ellos desconfiaban.
En el trabajo tuve que enfrentarme con las hipocresías, las mezquindades, las envidias y las adulaciones de quienes compartían el mismo espacio y disputaban un lugar al sol.
No tenía libertad para confiarme con el pariente que me había conseguido el empleo, porque noté que él estaba alimentando otro tipo de interés por mí. Fue muy difícil desengañarlo, porque lo consideraba una de las personas más decentes y generosas que había encontrado, pero no estaba enamorada de él.
En mi ciudad había ido a visitar a la madre de M., que se mostró encantada de conocerme, principalmente porque le traía noticias de su hijo adorado. La distancia de él y la proximidad de una eventual nueva familia hicieron resurgir en mí la vieja llama, sobre todo porque nuestra unión significaría libertarme de mis parientes, que decididamente no me comprendían.
De repente, todo cuanto había dejado en Brasil se revestía de los colores y del brillo de lo que más podría anhelar para sentirme realizada.
Así como en Brasil no tenía sosiego mientras no realizase mi sueño de volver a Italia, ahora todo cuanto estaba viviendo se había tornado insoportable; era urgente rehacer el camino de vuelta.
Tras seis meses de experiencia italiana, retomé el mismo buque en la dirección opuesta.
Sobre o autor Angela Li Volsi é colaboradora nesta seção porque sua história foi selecionada como um grande depoimento de um ser humano que descobriu os caminhos da medicina alternativa como forma de curar as feridas emocionais e físicas. Através de capítulos semanais você vai acompanhar a trajetória desta mulher que, como todos nós, está buscando... Email: [email protected] Visite o Site do Autor