En mi segundo día en Medjugorjie, encuentro en la mesa de la cafetería a una chica italiana que me cuenta cosas que ella ya sabe del lugar, pues no es la primera vez que viene. Me propone que vayamos juntas hasta el Krizevac, el monte sagrado en que Nuestra Señora se ha aparecido y se han visto fenómenos increíbles manifestarse delante de todos. Respondo que para mí eso es imposible, porque la distancia y la cuesta empinada son obstáculos demasiado grandes para mis pobres piernas. Ella sugiere que vayamos en taxi hasta donde la carretera lo permite, y después podremos intentar subir hasta donde nuestras piernas aguanten la caminada.
El Krizevac es un monte muy cuesta arriba y todo de piedras de los más variados tamaños, que ruedan bajo nuestros pies y que a veces forman enormes peldaños que es preciso escalar. La vegetación es muy seca y el calor muy fuerte. Cuando llegamos, sobre las once, encontramos dos ríos de fieles, uno ascendente, otro descendente, algunos descalzos, todos rezando el rosario o entonando plegarias y cantos sacros. En los puntos más críticos de la escalada, sin hablar y sin interrumpir sus oraciones, todos se preocupan por ayudar a aquellos que se ven en dificultades. Los agradecimientos y las oraciones en todos los idiomas hacen de esa peregrinación una bendita isla de paz, en que la fraternidad universal no es solamente una expresión hueca.
Comienzo a subir con los demás. De vez en cuando, mi compañera y yo nos sentamos para descansar, pero no tengo la menor intención de interrumpir la subida. Me quedo pensando en cómo voy a conseguir, después, bajar todo aquello, ya que para mis rodillas es más fácil el movimiento de subir que el de bajar. No me preocupo mucho, porque hay una fuerza muy poderosa que me guía y me sugiere dónde afirmar mis pies. Es como si Nuestra Señora me hubiera tomado en brazos y allá me voy, confiada en la divina providencia. Cuando llegamos a la cima es medio día en punto. El sol es de justicia, pero la alegría es tanta, la sensación de comunión con todo y con todos es tan completa, que sólo existe lugar para la oración y el agradecimiento.
Frente a la enorme cruz de cemento clavada en la cima de la montaña, levanto mis ojos al cielo azul y veo, repetidas tres, cuatro, cinco veces, otras tantas cruces formadas por leves franjas de nubes blancas, perfectas como si hubiesen sido diseñadas por los ángeles. Ese no es un milagro, sino un extraño fenómeno. Tan sólo una feliz coincidencia de la naturaleza. ¿Será solamente una coincidencia?
El descenso se lleva a cabo sin percances. Para mí el verdadero milagro es haber conseguido esquivar todos aquellos obstáculos, sin siquiera una amenaza de caerme o de lastimarme. Esto lo debo, además de a Nuestra Señora, claro, a la insistencia de aquella compañera mía, que a primera vista yo había juzgado incluso con cierta severidad, por su aspecto nada recatado.
Por la tarde aún voy a visitar el lugar de la primera aparición, el Podbrdo, que también es un monte, pero mucho más accesible y plano, dentro de la ciudad. Otro paseo obligatorio es la casa donde vive una de las videntes, Vicka, la única que se dispone, en horarios determinados, a recibir a los peregrinos y a responder a sus preguntas.
Las personas se comportan como si estuviesen ante la propia Virgen María, buscan desesperadamente su atención, una palabra, un contacto físico, como si la joven tuviese apoderamiento para conceder el tan soñado milagro.
Es conmovedor presenciar la infinita paciencia y comprensión de la vidente, que, además de soportar un acoso a veces inconveniente, no se cansa de repetir los mensajes recibidos, que básicamente se resumen siempre a la misma recomendación: ayunar y rezar el rosario.
Mañana, domingo, tengo que embarcar en el buque que zarpa a mediodía de Dubrovnik. Ya he comprado el billete para el autobús que sale a las ocho de la mañana.
Bajo muy temprano para desayunar, y como todavía hay tiempo, salgo para una última despedida de estos lugares en los que me he sentido tan cerca del cielo. Si pudiese, permanecería aquí indefinidamente. Recorro varias veces el trayecto que va hasta el pie de la montaña, y mentalmente pido protección y orientación a la Virgen. Las voy a necesitar, porque lo difícil va a ser mantener esta paz dentro de mí cuando retorne a mi vida de todos los días. Sé que ella me escucha, y nuestro diálogo es muy dulce.
Cuando llega la hora, tomo mi neceser y voy hasta el punto que me ha sido indicado para esperar el autobús. Llego bastante adelantada, pero ese es un hábito que no consigo cambiar. Sólo que mi paciente espera se transforma poco a poco en angustia, cuando me doy cuenta de que hay algo que no está bien. Procuro informarme, pero como la agencia que me ha vendido el billete está cerrada, nadie sabe darme informaciones acerca del autobús.
Nunca sabré qué ha ocurrido, sólo sé que, en desesperación, para no perder el buque, me dirijo a uno de los taxis que permanecen a espera del cliente y contrato la carrera, bastante salada, hasta Dubrovnik. Por suerte, el chofer habla un poco de italiano y de inglés y parece ser una persona civilizada. Tiene incluso cierta cultura, y una interesante historia de vida, que comparte conmigo durante el viaje.
Como llegamos con mucho adelanto, él propone, por el mismo precio convenido, llevarme a conocer la ciudad de Dubrovnik.
Dejamos el coche en un estacionamiento, y vamos a pie al centro histórico. Nunca podría imaginar que un día habría de pisar el mismo suelo, dejado intacto, de la primera ciudadela construida aún el la Edad Media. Los muros de la ciudadela también son los originales, y mi cicerón me explica que se cierran todos los días a medianoche y se reabren por la mañana. Encuentro una auténtica ciudad medieval, con las iglesias, las casas y las tiendas originales, que funcionan hasta hoy.
Realmente debo agradecer aquel contratiempo que tanta angustia me había causado, porque de otra forma nunca más hubiera tenido la oportunidad de visitar aquella auténtica joya de la arquitectura medieval.
(Algunos años después comenzó la guerra fratricida entre serbios, bosnios y croatas, que, además de diezmar a la población, ha transformado el mapa de la antigua Yugoslavia).
Mi guía es extremadamente gentil y paciente. Yo estoy algo preocupada por la hora, y le pido que me lleve de una vez hasta el buque. Nos despedimos y recomienzo el camino de vuelta.
Sobre o autor Angela Li Volsi é colaboradora nesta seção porque sua história foi selecionada como um grande depoimento de um ser humano que descobriu os caminhos da medicina alternativa como forma de curar as feridas emocionais e físicas. Através de capítulos semanais você vai acompanhar a trajetória desta mulher que, como todos nós, está buscando... Email: [email protected] Visite o Site do Autor