Para entender por qué nos decepcionamos con el ser amado, es preciso conocer el proceso del enamoramiento: saber qué nos lleva a encantarnos sentimentalmente con alguien. ¿Qué hace con que una persona hasta hace poco tiempo desconocida, se torne tan indispensable para nosotros que ya no imaginamos la vida sin ella? No hay cómo responder integralmente a esa pregunta, pero algunas conclusiones parciales pueden ser útiles para que cometamos menos errores.
En primer lugar, las personas se envuelven porque se consideran incompletas. Si todos nosotros nos sintiéramos “enteros” en vez de “mitades”, no amaríamos, ya que el amor es el sentimiento que desarrollamos por quien provoca en nosotros aquellas sensaciones de cercanía protectora y de algo completo que no logramos tener en solitario. La elección del compañero envuelve variables intrigantes, que van desde el deseo de sabernos protegidos hasta la necesidad de ser útiles o incluso explotados.
La apariencia física ocupa un papel importante en esta fase, sobre todo en los hombres, que son más sensibles a los estímulos visuales. Muchos registran en la memoria figuras que les han impresionado y que les sirven de base para crear modelos ideales, con los cuales cada mujer es confrontada. Puede ser el color de los ojos, de los cabellos, el tipo de seno o de cadera. Son elementos que recuerdan desde sus madres hasta una estrella de cine. Las mujeres también seleccionan indicadores del hombre ideal: debe ser esbelto o musculoso, ejecutivo o intelectualizado, vuelto hacia las artes y así sucesivamente. Todos esos ingredientes incluyen elementos eróticos y se transforman, en nuestra imaginación, en símbolos de compañeros ideales. De repente, creemos haber encontrado una cantidad significativa de tales símbolos en aquella persona que ha pasado por nuestra vida. Y nos enamoramos.
La fase de encantamiento, no obstante, se fundamenta no sólo en aspectos ligados a la apariencia, sino también en lo que hay por dentro. Sin embargo, otra situación puede ocurrir: conversamos con quien nos ha llamado la atención y, debido a la atracción inicial y a nuestro enorme deseo de amar tendemos a ver en su interior las afinidades que siempre hemos deseado que existiesen en aquel que nos arrebata el corazón.
Por ejemplo: un muchacho endeble e intelectualizado es visto como emotivo, romántico, delicado, respetuoso y poco celoso. La chica se encanta con él y espera que él sea portador de tales cualidades. A esto denominamos idealización: considerar que el otro tiene características que le atribuimos. Soñamos con un príncipe encantado – o con una princesa ideal – y proyectamos todos nuestros deseos sobre aquella persona. Y, cuando pasamos a convivir con ella, esperamos las reacciones propias del ser que hemos idealizado.
Pero ¿qué ocurre? Es el individuo real, quien va a reaccionar y a comportarse conforme a sus peculiaridades. Y es muy probable que nos decepcionemos – no exactamente por culpa de sus características, sino porque habíamos precipitado sobre él fantasías de perfección.
El error no siempre está en el compañero, sino en el hecho de haber soñado con él más que prestado atención a lo que él realmente es. He ahí un buen ejemplo de los peligros derivados de la sofisticación de la mente, capaz de usar la imaginación de una forma tan libre que la realidad jamás conseguirá alcanzarla.