Escribo con cautela, intentando comunicar exactamente lo que he conseguido pensar acerca del peso de la biología en nuestra forma de ser. Sé del parentesco genético que tenemos con los mamíferos superiores. Sé también que nuestro cerebro ha sido capaz de producir un lenguaje sofisticado y, gracias a él, nos hemos iniciado en la magia del pensar. Nos hemos tornado conscientes de nuestra condición mortal, formamos juicios de valor, construimos reglas de vida en común. Sabemos programar el futuro e imaginar situaciones inexistentes. Hemos pasado a tener alma (mente, raciocinio): el fruto de la actividad cerebral se ha distanciado de tal forma de sus reacciones químicas, que tenemos la sensación de que pensamos con autonomía. No interesa aquí discutir si el alma habrá de sobrevivir al cuerpo; no es nuestro tema. Sin embargo, mientras estamos vivos, tenemos la sensación de que poseemos esa entidad inmaterial responsable por nuestras reflexiones y también por la comunicación que establecemos los unos con los otros.
Animal alguno posee nada que se asemeje a nuestra alma. El cerebro, al ser capaz de generar pensamientos, nos ha distanciado radicalmente de nuestros ancestros biológicos. Creo que somos más “hijos de Dios” que “primos de los monos” (¡creo esto incluso si Dios no existe!).
Así, no considero a los zoólogos como personas indicadas para hablar de nosotros. Hay un abismo cualitativo que nos diferencia de los monos más sofisticados.
Está claro que somos influenciados por nuestras propiedades biológicas, ya que éstas interfieren en el proceso de pensar, que tiene lugar en el cerebro (y que está bajo la influencia de las hormonas y de todo lo que pasa en el cuerpo). No obstante, no creo que seamos esclavos de tales propiedades. Éstas definen tendencias, y no deben ser entendidas como órdenes: poseo un deseo sexual desencadenado por la visión de un bello cuerpo femenino, pero no estoy obligado a ir tras él y asaltarlo a toda costa. Me apetece pegarle a alguien más débil que me ha ofendido; pero no estoy obligado a obrar así. Tengo raciocinio y discernimiento para decidir si acato – o no – mis impulsos naturales.
Tratar nuestros impulsos biológicos como órdenes aprovecha a las peores causas. Sostiene la tesis de que la infidelidad masculina está al servicio de la perpetuación de los genes de los más fuertes; de que en sociedad los más dotados – física o intelectualmente – tienen derecho a masacrar y oprimir a los más débiles, así como a todo cuanto se quiera dar por válido. Privilegiar la biología implica descaso por nuestra facultad de razonar y su fuerza. Esto defiende la idea de que las personas inmaduras – y que no tienen control sobre sus emociones y sentimientos – son las que están en lo cierto y son la obra máxima de nuestra especie. Negar la potencia y el vigor de la razón es negar nuestra capacidad de autogestión, de poder ser señores de nosotros mismos.
Afortunadamente, la verdad no es esa. Los propios patrones culturales seculares son periódicamente reformulados por nuestra razón, siempre actuante. El planeta en que habitamos no es el mismo que el de los monos y hemos sido nosotros quienes lo hemos construido (para bien y para mal). Modificamos el planeta y nos adecuamos a las novedades que inventamos. Durante los 40 años en que vengo trabajando, he asistido a varias modificaciones inesperadas en la historia sexual de nuestra especie. Cito dos: el fin abrupto e inesperado de lo que se denominaba tabú de la virginidad y el surgimiento del “quedar”. La emancipación económica de las mujeres (derivada inicialmente del hecho de estar los hombres en el frente militar a lo largo de la segunda gran guerra), además de la invención de las píldoras anticonceptivas, han provocado, en pocos años, una dramática alteración en el patrón cultural milenario, que exigía que las mujeres se conservasen vírgenes hasta el matrimonio. El “quedar”, inventado por los adolescentes, ha propiciado que niños y niñas de la misma franja de edad y de igual condición sociocultural se encontrasen sexualmente sin ningún tipo de compromiso futuro, cosa inesperada incluso por aquellos que, como yo, estábamos atentos a las posibilidades de cambio.
Así, no cabe responsabilizar a la biología ni tampoco a los patrones culturales tradicionales por nuestra inacción. No podemos cambiar el mundo, pero somos libres para cambiar nuestras vidas.
Sugiero, para comenzar, dos cambios:
1.-Que los muchachos mejor formados emocional y moralmente pueden parar de envidiar a los ligones profesionales, esos que sustituyen las experiencias cualitativas con compañeras elegidas por afinidades, por la serie interminable de conquistas eróticas fundadas en mentiras seductoras. Se quedan con lo que hay de peor: las primeras relaciones (en las cuales todos están un poco desmañados) y el deseo de largarse de la persona tan pronto como se sacia el deseo – ya que éste era el único factor de atracción.
2.-Que las chicas más maduras sean más discretas y no se dejen esclavizar por el exhibicionismo tan al gusto de aquellas que suelen servirse de sus poderes para obtener beneficios de todo orden. Son dos sugerencias fáciles implementar y que están en franca oposición a todos los patrones de la cultura actual, fundada en el consumismo (y en el lucro de las grandes empresas) más que en nuestra felicidad. Estas son sólo las primeras de una enorme lista de sugerencias que todavía pretendo hacer, todas ellas posibles de poner en práctica inmediatamente por las personas de buena voluntad y que sean portadoras de raciocinio actuante. No podemos cambiar el mundo, pero sí podemos cambiar nuestro destino individual.