Considero un poco simplista la visión del hombre como el opresor y de la mujer como la oprimida. El análisis de las relaciones entre los géneros hoy día mostrará que eso es obvio. Sin embargo, incluso desde el punto de vista de nuestra historia, pienso que las generalizaciones de este tipo excluyen importantes aspectos relacionados con la organización social. Creo que es muy importante que en los humanos distingamos entre miembros de elites e integrantes del pueblo. Las elites siempre han oprimido a la gran mayoría de las poblaciones, hombres y mujeres. La vida del pueble siempre ha sido tan desastrosa que se hace difícil decir quién es más oprimido: si el hombre que trabajaba de sol a sol para ganar lo suficiente para comer y dar de comer a su familia; o si la mujer que tenía que cuidar de todo en la casa y aún debía consideración al marido. Eran todos esclavos de una minoría que los oprimía. ¿No será esto verdadero, todavía hoy, para más de la mitad de la población del planeta?
Las elites siempre han estado constituidas por dos grupos: los más egoístas – habitualmente detentadores del poder político y militar –, siempre los más influyentes en la constitución de las normas sociales que han de seguir las propias elites; y los más generosos – detentadores del conocimiento, guardianes de las religiones y de las ponderaciones de orden moral – que influían e influyen mucho sobre el modo de actuar del pueblo ingenuo y dócil. Sabemos que los dos grupos de poderosos siempre han rivalizado entre sí, han padecido de recíproca envidia y han vivido de forma muy parecida. Los privilegios eran divididos de forma desigual (favoreciendo a los egoístas, claro), pero estaban presentes en lo cotidiano de todos. El discurso de la elite generosa siempre ha sido utilizado por los egoístas, dueños del poder, para influenciar en el modo de vida de la plebe, que debería mantenerse obediente y trabajar para generar riquezas para ellos.
Siempre hemos convivido con dos conjuntos de reglas: las que eran predicadas para ser seguidas por el pueblo y las que determinaban la vida de las elites. Los matrimonios no se hacían con base en el amor, ni en un grupo ni en el otro. El amor, cuando existía, se manifestaba en paralelo, fuera del contexto familiar. Ahí el amor y el sexo eran vivenciados en el contexto de las pasiones. Pienso que estos acontecimientos eran más comunes entre los miembros de las elites que entre los del pueblo, obligados a trabajar y a vivir como esclavos. Ya me he referido varias veces al hecho de que la elección de los compañeros extra-conyugales era determinada por las mujeres, especialmente las más atrayentes. El comportamiento de los hombres tendría que estar de acuerdo con los criterios de admiración que ellas habían elaborado. Siendo así, continúo considerando que las mujeres han influido, y mucho, en la constitución de los valores que han pasado a seguir los hombres más poderosos.
Este aspecto, relacionado con la aparición del encantamiento amoroso y con el interés sexual femenino, necesita ser mejor entendido y tal vez reevaluado. Sí, porque son muchos los casos en que se hace muy difícil distinguir entre amor y puro interés. Hasta hoy, cuando las chicas de 15-16 años hablan de los chicos a los que admiran y que les gustaría enamorar, siempre dicen que ellos son “los más alguna cosa”: los más populares, los más ricos, los más bonitos, los más chistosos o inteligentes. Hace tiempo que no oigo decir a una chica que encontró gracia en un muchacho porque él tiene una sonrisa encantadora, una mirada sincera, un modo de ser delicado. Los criterios de admiración de ellas quedaron y están hasta hoy profundamente comprometidos en un sutil juego de intereses prácticos. Parece que ellas todavía miran a los chicos como a seres que deberán ayudarlas a avanzar, a subir un peldaño en la escala social. No piensan en el compañerismo. Hasta hoy son estimuladas a pensar que los buenos compañeros son los vencedores, aquellos que se destacan en algún aspecto relevante de la vida social.
Separar de forma más clara el amor del interés sería una más de las sugerencias que me gustaría hacer para que las personas puedan alejarse de los patrones culturales que nos han sido transmitidos. Es preciso que los criterios de valor sean tomados más en serio y que los generosos no estén tan contaminados con los valores de los egoístas, que han construido esos criterios. Ellos son todos extremadamente superficiales, relacionados más con la cáscara que con el meollo de las personas. Tenemos que dejar de valorar tanto la belleza, la capacidad de seducir, la competencia para destacarse por la habilidad social y principalmente la condición material (efectiva o potencial). Quien aprecie el dinero que trate de poner empeño para conquistarlo; no cabe servirse de las relaciones afectivas para resolver este problema. Compañeros sentimentales admirables son aquellos que nos alimentan y gratifican emocionalmente. Son los que nos tratan con cariño, consideración y nos rodean de gentilezas. Deben ser personas suficientemente maduras para esperar lo mismo de nosotros. Y nada más.