Cuenta la Mitología Griega que los dioses habían creado a una mujer llamada Pandora. Ella era la mujer ideal, agraciada con dones de los dioses (como por ejemplo la belleza y la argucia) para hacer perderse al hombre. Era un castigo de Zeus. Pandora trajo consigo como regalo una caja, que jamás debería ser abierta; sin embargo, estaba también en su naturaleza la curiosidad, entonces, ella abrió la tal caja, escapándose todos los males de la humanidad. Cuando percibió lo que estaba ocurriendo, la cerró rápidamente, manteniendo dentro de ella tan sólo la Esperanza.
Así, desde entonces, para vivir el ser humano necesita de creatividad y esperanza.
En cada momento hemos de encontrar soluciones creativas para las más diversas situaciones que vivimos; sin embargo, sólo estamos en condiciones de utilizar lo máximo de nuestra creatividad cuando tenemos acceso a la esperanza dentro de nosotros. Por eso, se puede percibir que la esperanza es el ingrediente fundamental para el desenvolvimiento de la vida del ser humano.
Nosotros vivimos, luchamos creativamente por la supervivencia y procuramos siempre perfeccionarnos como ser humano e individuo que somos debido a que tenemos la esperanza en nuestro interior, siempre presente.
Cuando mayor sea el nivel de esperanza, más enfrentamos y superamos con disposición y buena voluntad los obstáculos que la Vida nos presenta.
La esperanza nos permite observar la Vida desde una alta perspectiva. Igual que si bajo la égida de la esperanza, frente a cualquier situación, subiésemos a lo alto de la montaña y alcanzásemos una visión amplia de un vasto horizonte, mucho mayor que aquel que divisamos en nuestro pequeño mundo egoico.
La esperanza, entonces, amplía nuestros horizontes; como también amplía el campo de actuación en nuestra propia Vida, pues no aceptamos pasivamente las restricciones: queremos experimentarnos y explorarnos, así como a nuestros potenciales.
Entonces, la esperanza nos da cierta voracidad por la Vida. Ella nos hace romper barreras, pues necesitamos de espacio para vivir. Y llenamos estos espacios conquistados con nuestros potenciales.
Es vital que nos sintamos presentes en nuestra propia vida. Y como la esperanza no acepta rutina, ni más de lo mismo, ni tampoco monotonía, ella nos impulsa para vivir lo más completa e intensamente posible nuestra propia vida. Ella nos proporciona ardor y entusiasmo por la Vida y entonces, así, nos proponemos metas y las perseguimos alegremente.
La esperanza siempre nos coloca en una posición frente a la Vida que nos permite mirar desde el mejor ángulo, entendemos así que nada es en vano, pues todo tiene una razón superior de ser y de existir.
Con la esperanza “sabemos” que nuestra propia existencia tiene una razón de ser –incluso aunque todavía no sepamos cuál sea. Sin embargo, “sabemos”, que como ninguna Vida es en vano, la nuestra tampoco lo es.
Conseguimos percibir el bien y lo bello de la existencia terrena. Conseguimos comprender el significado de por qué vivimos lo que vivimos. Y, entonces ¡apostamos por la Vida!
¡Nos relajamos!
Y, entonces, imbuidos de esperanza, viviendo y explorando la Vida, apostamos por nosotros mismos, aun con todos los tropiezos y equivocaciones que podamos tener durante el discurrir de nuestra vida. El hoy es siempre y nuevamente una oportunidad más para vivir la Vida, para explorar nuestros potenciales.
Somos más compasivos y benévolos con nosotros mismos – con nuestras limitaciones, así como, con los otros – sin que seamos condescendientes.
Salimos de la presión que estamos viviendo en el momento, externa y/o interna, y fluimos con la Vida, teniendo como “onda” la esperanza. Así, la esperanza nos ayuda en el ejercicio de auto-superación.
Comprendemos la transitoriedad de la Vida. Y nos encantamos con la Vida, precisamente por su transitoriedad. Con la esperanza no nos enredamos en lo pequeño y en lo insignificante de la Vida, pues “sabemos” que habrá de pasar. ¡Todo pasa! ¡Todo forma parte de la Vida! Así, aceptamos y vivenciamos la transitoriedad de la Vida como camino natural para la evolución, pues ella nos quita del entorpecimiento y del automatismo en los que naturalmente nos colocamos.
Y, de este modo, la esperanza tiene que andar de la mano con la paciencia, pues la Vida aquí en el planeta Tierra – basada en la materia – tiene un ritmo diferente de la del espíritu. Cuando plantamos una semilla hemos de tener paciencia – dar tiempo al tiempo – para que ella brote, se transforme en árbol y entonces fructifique.
La esperanza de que aquella semilla pueda transformarse en árbol y darnos sus frutos nos hace plantarla. Y es la paciencia lo que nos da calma y perseverancia para esperar (¡esperanza!) el tiempo necesario para que nuestros proyectos fructifiquen.
La esperanza ha de aliarse también a la disciplina.
Cualquier proyecto es fruto de la creatividad, de la paciencia y de la esperanza, pero sin disciplina – aplicación sistemática en su realización – él no se desarrolla ni se realiza.
Cuando traemos la esperanza en nuestro corazón nos sentimos protegidos por Dios, por el Cosmos, por el Universo, por el ángel de la guarda o cualquier energía mayor en que podamos creer. “Sabemos” que podemos contar con la “providencia divina”, pues no nos sentimos solos ni desamparados.
Escuchamos una voz en nuestro interior, que nos estimula positiva y constructivamente. Abrigamos en nuestro ser sentimientos y emociones constructivas. Nuestro cuerpo vibra en una frecuencia positiva y así emanamos el bien. Nuestros pensamientos se retro-alimentan con buenos pensamientos. Nuestra imaginación construye imágenes leves y con colores suaves o vibrantes, siempre mostrándonos las buenas perspectivas de las situaciones que vivimos.
Cuando no conseguimos tener acceso a la esperanza en nuestro interior, el resultado es la desesperanza, con todo tipo de neurosis y, en casos más graves, las psicosis. Y, así, nos encogemos y nos restringimos para la Vida. Entonces, la Vida pierde su sentido: sin razón para vivir o hacer cualquier cosa. La desesperanza genera desolación y esterilidad en nuestra vida, propiciándonos sentimientos persecutorios y desilusionados, y sobrecarga nuestra imaginación con imágenes oscuras y pesadas.
Y la esperanza, por el contrario, nos hace vislumbrar la Vida en un orden y con un sentido más elevado. Y su ejercicio se hace necesario para libertarnos de la prisión auto-impuesta.La esperanza es fruto de la creencia en el “formar parte” y sentirse en comunión con el universo. Formamos parte de una gran cadena. Somos el eslabón de una cadena, que se llama Vida. Al fin y al cabo, ¡somos todos uno! Y sintiéndonos así, ella nos hace generosos y dadivosos. Aprendemos a escuchar al otro y también a nuestras necesidades más esenciales. Aprendemos a mirar el lado mejor: el nuestro y el del otro. De este modo, colaboramos para que la solución de toda y cualquier situación ocurra para nuestro bien y para el bien del otro igualmente.
Con la esperanza construimos nuestra realidad de modo que nos ayude a crecer. Ella no nos permite permanecer estancados o presos en cualquier situación de la vida. La esperanza facilita el desapego, pues siempre consideramos que allí, a sólo un paso, tendremos más… una nueva oportunidad… y entonces creemos en la Vida.
La esperanza nos da sentido y propósito para la Vida y, así, nos hace seguir adelante. Permitimos que todo cuanto vivimos pase por nosotros y, entonces, continuamos nuestra andadura por la Vida adelante. Y, principalmente, la esperanza nos permite – en cada momento – vivenciar plenamente el Amor por la Vida.
Maria Aparecida Diniz Bressani é psicóloga e psicoterapeuta Junguiana,
especializada em atendimento individual de jovens e adultos,
em seu consultório em São Paulo.