¿Será que los hombres prefieren la compañía de los amigos a la de la familia? ¿Es cierto que lo que de veras les gusta es quedarse tomando cerveza y charlando de fútbol en vez de estar con la mujer y los hijos? ¿Son más aventureros y ligones que caseros y románticos? Es posible que esto sea cierto en algunos casos o que ocurra de vez en cuando en otros. Pero a la mayoría – al menos a los que yo conozco – no le gusta tanto los bares. Si no tienen prisa en volver para casa es porque hay algo allí que les incomoda mucho.
No todos saben decir exactamente qué es lo que les perturba tanto. Cambian de tema: “Mi mujer es estupenda, es digna de confianza, tiene carácter y es madre ejemplar. Sin embargo, pese a esto, aplazan la llegada a casa lo máximo posible. Sienten la falta de alguna cosa y no saben exactamente qué es.
Algunos son más claros al hablar del asunto: “La cosa empeoró después de que nacieron los críos”. Al mismo tiempo, no asumen los celos que sienten de los hijos, del papel que éstos ocupan en la casa y en las preocupaciones de la mujer. A fin de cuentas, ser madre dedicada es una cualidad femenina y ellos deberían apreciarla. No obstante, queriendo o no, los hombres se sienten incómodos y poco importantes. Como no tienen valor para protestar, sólo les resta una cosa que hacer: ir para los bares. Allí, probablemente, encontrarán a otros hombres en la misma situación – buena compañía para sus lamentaciones.
No es raro, entonces, que sean víctimas de una “atracción fatal” – pequeños ligues en los cuales reciben atención plena y exclusiva, aunque no sea más que durante pocas horas. Desde el punto de vista sentimental, la verdad es que somos todos inmaduros, siempre deseando mucho, mucho cariño. Nosotros, los hombres de más de 30 años, hemos crecido en una época en que la figura del padre era la más importante de la familia. La comida era tan sólo la que él prefería, la cena sólo era servida cuando él llegaba, los críos debían tratarlo con respeto y no podían perturbar su descanso. ¡Que cosa tan dura y sufrida es trabajar fuera y ganar el pan de cada día! La familia lo recibía, entonces, todas las noches, como a un héroe que vuelve de la guerra, con derecho a todos los honores. En aquella época – o sea, hasta quince o veinte años atrás –, trabajar fuera era visto como algo malo y las mujeres solamente lo hacían por pura necesidad. Por eso el hombre era objeto de tantos mimos: él era quien se sometía a ese sacrificio.
De repente, todo ha cambiado. Hoy, trabajar fuera es el sueño dorado de casi todas las mujeres. ¿Y los hombres? Son mirados como a privilegiados que tienen ocupaciones atractivas e interesantes. Naturalmente, ya no merecen cualquier tratamiento especial cuando llegan a casa. Por el contrario, aun habrán de ayudarlas en sus tareas “pesadas y repetitivas”, sin que importe si ellas trabajan fuera o no.
Pero esto no es todo. No se puede olvidar que la educación de los hijos también se ha visto alterada radicalmente. La forma en cómo educábamos anteriormente era rígida, basada en el miedo. Nos hemos quedado todos muy “traumatizados” y la tendencia ha pasado a ser una educación más tolerante y basada en la atención y el cariño. Los críos se han vuelto los nuevos “reyes del hogar”. A ellos dedicamos la mayor parte de nuestras atenciones, tiempo y dinero. La casa es suya. En cuanto a nosotros, los adultos, hemos quedado acorralados en algunos pequeños espacios. Cuando éramos pequeños, escuchábamos frases como: “Ponte quieto, tu padre está cansado y nervioso”. Ahora es al revés: “Ponte quieto, los críos están mirando la televisión.”
Es demasiado cambio para tan poco tiempo. No somos capaces de modificarnos emocionalmente de modo tan completo, y el resultado es una sensación de desprestigio, desprecio, como si estuviésemos siendo tratados con muy poco cariño. No sabemos qué hacer. Sólo admitimos que nos sentimos mal en casa, que nos falta la ternura acogedora. No osamos reclamarla y nos largamos al bar. Para hablar de mujeres.