Ellos se sentían felices en su sencilla existencia de flores.
Uno al lado del otro, exponían sus delicadas corolas al calor ameno de la mañana de invierno. Tal vez a causa de esto, había una inexplicable alegría en la voz de las monjas, pese a los mantras de culto a los muertos.
Nadie podía imaginar cuánto tiempo habían tenido ellos que esperar hasta estar así, tan próximos el uno del otro, pendiendo de la misma rama.
Ella había perdido ya la esperanza, enclaustrada en la forma de pequeña semilla.
Elle reposó tranquilo y casi sin memoria, en las cenizas de alguien que había sido, mucho después del tiempo en que habían estado juntos, en una villa de pescadores, al norte de Sicilia.
Recordaba vagamente la extraña alegría que había sentido, cuando la urna mortuoria fue colocada en la mochila del monje. Cruzaron las aguas del Índico, y después, las del Atlántico, siempre en la dirección del poniente. Despertaba y adormecía, acunado por las olas. Y a medida que pasaba el tiempo, se volvía más despierto.
Ella adivinó que el reencuentro estaba próximo, cuando el fruto encarnado que la envolvía tocó los labios de la monja.
La joven china la revolvió dentro de su boca, rayó levemente su piel con los dientes blancos, la escupió en la palma suave de la manita casta. Después, dejó que Ella adormeciese meses y meses, en el bolsillo cálido de un gabán.
Un día, sin más ni menos, la monja llegó a su destino, deshizo las maletas y sacudió la ropa por el lado de afuera de las ventanas del templo.
Ella fue arrojada hacia la falda del monte, donde más tarde, habría un lago y un jardín. El peso del aluvión y los pies de los operarios la habían empujado cada vez más profundo, suelo adentro.
Se encerró lo más que pudo, resistiendo al calor de los veranos, pero un día, reconoció que ya no podía esperar más. Explotó en un enmarañado de radículas, en un tallo fino y recto, que aún en contra de su voluntad, crecía rápido, en dirección a la luz.
No era más que dos pequeñas hojas, temblando al fresco viento otoñal, cuando el misionero apareció.
La ceremonia fue breve, las palabras, desconocidas, el tono, solemne.
Y entonces – maravilla de las maravillas – la caja tallada en sándalo se abrió, en el aire, y Elle llovió sobre Ella, en forma de nube de ceniza plateada.
Si los vegetales suspirasen o gimiesen de placer, la noche lluviosa se habría visto entrecortada por gemidos inexplicables.
Sin embargo, como los brotes de cerezo y las cenizas humanas tienen una naturaleza dócil y silenciosa, Elle se dejó asimilar por Ella, molécula tras molécula, hasta circular libre y feliz, por el delgado cuerpo, como savia, evitando, por pura prudencia, las extremidades.
Parecía ser un final feliz, si no fuese la intromisión del elemental responsable por el proyecto del árbol que Ella estaba destinada a ser.
Evandór exigía una toma de decisión. Elle no podría continuar circulando por mucho tiempo como savia, so pena de comprometer el desenvolvimiento de Ella. Elle debería tornarse una parte cualquiera de la planta, permanecer allí durante algún tiempo, someterse a la natural continuidad del ciclo, siendo descartado, y re-asimilado por otro ser cualquiera – vegetal, animal o mineral.
Se entristecieron.
Ella dejó pender sus pocas finas ramas, hasta el día en que Elle decidió que sería flor. ¿Y por qué no semilla? Indagó el elemental – irritado.
Elle no dijo nada, pero Ella, en su larga experiencia de planta, había comprendido todo.
Los cerezos tardan en florecer. Elle había elegido la alternativa más segura. Encerrarse en sí mismo, como semilla, dentro de un fruto, era correr el riesgo de perderse de Ella nuevamente.
Siendo flor, aún mustiándose y muriendo tendría muchas más oportunidades de ser nuevamente asimilado.
Frente al firme propósito de Elle, el elemental dejó caer la barbilla, pensativo, porque además intuía que esa opción señalaba nuevos problemas.
Después de la decisión de Elle, Ella abandonó su posición de guía, en lo alto de la rama central, y se concentró en el desenvolvimiento de una rama secundaria.
En vano el elemental intentó disuadirla. Noche y día repetía a Ella que experiencias así no resultaban bien. Además de no formar parte del proyecto original, la nueva rama era un despilfarro de energía. Seguramente tendría hojas y flores de una vitalidad exuberante, para debilitarse y morir enseguida. Eso sin contar el desequilibrio que la rama inesperada traería a la proverbial belleza de la planta.
Ella no hacía caso. Ya había elegido una consciencia sustituta para el cerezo. Cuando ya no pudo ocultarlo, reveló que su plan no era el de ser rama, sino individualizarse en flor, al lado de Elle. Como alma-semilla, Ella podía programar su propio florecer, y, más que esto, sincronizarlo con el de Elle. Vivirían juntos algunos bellos días como flores, y, con suerte, serían descartados y asimilados innumerables veces, en tallo, hoja, flor o raíz, hasta que el árbol dejase de existir.
Tiempo feliz fue mientras se elaboraban, proyectos de capullos, desenvolviendo suavidad de pétalo, impulsividad de pistilo, levedad de polen.
Aprendieron que ser flor significa abandonarse en humilde servidumbre a las necesidades de la reproducción, siguiendo las duras leyes de la progresión geométrica, tanto en el dominio de la química, que determina tonalidad y fragancia, como en el control de la mecánica biológica, que establece textura y simetría.
Se concentraron en la expresión de curvas y recortes.
Se esmeraron en la comprensión de la sutil diferencia entre estar cóncavo o convexo.
Hasta que un día, cedieron a la apelación irresistible de la temporada, y bajo el sol naciente de agosto, se abrieron en flor – ¡por fin! – inseguros, pero alegres.
Temblaban, sin saber si era el viento frío o la intensidad del momento, lo que les dificultaba la respiración.
Juntos, se reconocieron cercanos, frágiles, únicos, bellos, y, ante todo, felices.
Cayó la tarde. El templo se vació. El calor del sol se convirtió en noche helada, que obligaba a un doloroso recogimiento.
Estoy sin fuerzas – pensó Ella.
Estoy cansado – dijo Elle.
Entonces, la mano impulsiva de Mujer arrebató la rama, pasándola con una sonrisa de desdén por el rostro de Hombre, que caminaba, triste y silencioso, a su lado. Mujer corrió, y en medio del puente sobre el lago, arrojó a Elle y Ella al agua.
Sorprendidos, Ellos gastaron sus últimas fuerzas intentando mantener las corolas fuera del agua. Al final, boyaban en dirección a la orilla.
Hombre cruzó el puente, se curvó, estiró el brazo, y en la ancha palma de la mano, acogió, con devoción, a la rama. En silencio, guardó las flores en el bolsillo de la chaqueta.
Aquella misma noche Elle y Ella fueron cuidadosamente colocados entre las páginas de un volumen de Shakespeare.A cada poco son visitados por los ojos mansos de Hombre, que recurre a Ellos, en busca de consuelo.
Mientras lee los poemas en voz alta, toca los cuerpos resecos, y en ese contacto encuentra un extraño alivio. Las flores le renuevan la certeza de que el amor es algo palpable, y no una mera sensación.
A veces, los ojos brillan, llenos de lágrimas, otras, están entorpecidos por la bebida.
En esos momentos, Elle y Ella reflexionan acerca de la insensatez de los humanos y su poca o ninguna determinación. Y callan, como suelen hacer siempre las naturalezas muertas.
Pero continúan felices, en su sencilla existencia de flores.