Hemos crecido y nos hemos formado teniendo en consideración, básicamente, aquello que escuchábamos a nuestros padres y profesores. Por influencia de ellos, hemos llegado a la conclusión de que es conveniente que seamos personas buenas, esforzadas, trabajadoras y gentiles con nuestros compañeros, una vez que ese es el camino para ser aceptados y queridos por ellos. Una de las más desagradables sorpresas que muchos de nosotros hemos tenido a lo largo de la adolescencia reside en el hecho de que, exactamente por ser poseedores de tales cualidades, somos mucho más hostilizados que amados.
La idea de que el acopio de virtudes despertará el amor de las personas parece lógica, de modo que casi todos se esfuerzan en esa dirección. Solamente no actúan de modo cabal aquellos que no han conseguido el desarrollo interior necesario para, por ejemplo, controlar sus impulsos agresivos o renunciar a determinados placeres inmediatos en favor de otros mayores, puestos en el futuro. Así, a lo largo de la vida adulta conviven dos tipos de personas: aquellos que han conseguido vencer esos obstáculos interiores y se han convertido en criaturas mejores, y otros que no han sido capaces de ultrapasar esas primeras y fundamentales dificultades – y que se esfuerzan al máximo para disimular sus debilidades. Los primeros son los que han salido vencedores en el primer combate importante de la vida, el de “domesticar” sus propios impulsos destructivos, y se han transformado en criaturas poseedoras de las propiedades humanas que somos unánimes en catalogar como virtudes.
¿Qué ocurre? Los perdedores se sienten incomodados y humillados por el hecho de no poseer igual capacidad de control interior. Este dato es muy importante, pues indica que, con independencia de lo que digan , los perdedores saben perfectamente cuáles son las virtudes y las aprecian; no se adhieren a ellas porque esto implica un esfuerzo que no son capaces de hacer. De todos modos, los perdedores – a quienes encanta desfilar como “superiores” e indiferentes a las cuestiones de moral –, por el hecho de sentirse humillados, se sienten también agredidos por la presencia de aquellas virtudes en otra persona, que no en ellos mismos. Se comparan con el virtuoso, se consideran inferiores a él, se sienten rebajados, irritados con la presencia de aquellas virtudes que les encantaría poseer. La vanidad de los perdedores queda herida y ellos, como tienen poca competencia para controlar la agresividad, salen arrojando piedras.
Está claro que tales pedradas tienen que ser sutiles para que no denuncien todos los pasos del mecanismo de la envidia: reacción agresiva derivada de supuesta ofensa a la vanidad de aquel que se ha sentido inferior por no tener las virtudes que le han causado admiración. Sí, porque el envidioso admira mucho al envidiado; si no, todo sería totalmente sin sentido. Saber que el bandido envidia al bueno de la película es uno de los motivos de la esperanza que siempre he puesto en el futuro de nuestra especie.
La agresividad sutil derivada de la envidia nos derrumba, entre otras causas, porque procede de personas que nos gustaría que nos amasen. A fin de cuentas, nos hemos esforzado tanto para conseguir los buenos resultados justamente para obtener esa recompensa. Es difícil para un hijo percibir que sus cualidades despiertan en su padre emociones contradictorias: por una parte, la admiración se transforma en envidia, de modo que el padre se resiente de la buena evolución del hijo. Lo mismo sucede entre madres e hijas, siendo innumerables las excepciones en que la admiración no da origen a la vertiente envidiosa.
Los “pinchazos”, las indirectas y las observaciones despreciativas e inoportunas propias de la envidia existen de modo muy intenso entre hermanos (eternos rivales), entre marido y mujer, así como en todas las otras relaciones sociales y profesionales. Es prácticamente imposible que una persona se destaque por virtudes o competencias especiales sin ser objeto de la enorme carga negativa derivada de la hostilidad envidiosa. Lo más grave es que no hemos sido educados para eso, de modo que nos sorprendemos y nos sentimos sobrecogidos al observar ese resultado. La decepción es tal que muchos se desequilibran cuando alcanzan algún tipo de destaque, en cuya condición son abocados a un estado de soledad – lo opuesto de aquello que pretendían. Unos se drogan y otros tratan de destruir rápidamente lo que habían construido, de modo que dejen de ser objeto de envidia.
Todo esto es, además de triste, inevitable, cuando menos en el nivel actual de nuestro desarrollo emocional. Podría al menos advertírsenos a través de una educación más sincera y sin ilusiones. ¡Toda ilusión traerá una desilusión! La mayor parte de las personas jamás había imaginado, por ejemplo, el volumen de problemas y de decepciones que sufren las chicas más guapas, especialmente cuando esto se asocia a una inteligencia sofisticada y a una formación moral requintada. Son poseedoras de aquellas virtudes más aparentes y que más encantan a todos. Son, por eso mismo, objeto de una hostilidad inesperada y enorme. Quedan totalmente acorraladas y casi nunca saben cómo salir de la situación, como no sea mediante la destrucción de algunas de sus propiedades.