Comencé a profundizar en las cuestiones de la vanidad hace más de 30 años. Sin embargo, parece que sólo ahora soy capaz de comprender la dimensión agresiva encerrada en ese placer erótico que todos sentimos, de exhibirnos, de atraer miradas de admiración o de deseo. Gastamos tiempo y energía considerables con el objetivo de llamar la atención de las personas en general – incluso de aquellas que nos interesan poco. Nos preocupamos mucho con nuestra apariencia física y los más displicentes saben que también destacan por actuar como actúan. Nos gusta exhibir nuestras conquistas materiales, nuestros éxitos profesionales, artísticos, deportivos, etc. Muchos de nosotros sentimos genuino placer en aquello que hacemos (trabajo, deporte o cualquier otra actividad) y sentimos crecer nuestra auto-estima (JUICIO QUE UNA PERSONA HACE DE SÍ MISMA, en función de estar obrando según sus propias convicciones). Sin embargo, los placeres derivados de la vanidad (QUE DEPENDE DEL JUICIO QUE “LOS DEMÁS” HACEN DE NOSOTROS por estar de acuerdo con las convicciones de ellos) raramente son secundarios.
Vivimos comparándonos y cuando nos sentimos menos que “los demás” en algún detalle, inmediatamente nos sentimos humillados. La humillación es el dolor derivado de sentirnos por debajo, perdedores en el juego exhibicionista. Huimos de la humillación porque es uno de los dolores más grandes que podemos sentir. Estamos expuestos al riesgo de este sufrimiento porque vivimos en una sociedad que estimula de manera desmedida todas las formas de competición y todo tipo de éxitos que sólo pueden ser alcanzados por un pequeño grupo de personas. Llamo “felicidades” aristocráticas a belleza, riqueza, inteligencia o dotes deportivas excepcionales, aquellas propiedades raras que condenan a la infelicidad y a la humillación a la gran mayoría de la población. En verdad, incluso alguien que tenga una inteligencia excepcional puede sentirse frustrado por no ser tan bonito, y convertirse en una persona extremadamente resentida.
O sea, en una sociedad así de competitiva y estimuladora de la ambición (que nos llevaría a alcanzar resultados extraordinarios capaces de llamar la atención de los demás ciudadanos), prácticamente todos nosotros nos sentimos por debajo (humillados) en algún aspecto “esencial”. A todos nos mueve la competición y estamos todos frustrados porque nos parece que la cuota de privilegios que hemos recibido es insuficiente. Nos volvemos rencorosos, amargados y con sed de venganza: usamos nuestras prendas, nuestras facilidades (inteligencia, belleza, destreza verbal, “caradura”, lo que sea) con el propósito de vengarnos de aquellos que nos han humillado con las “cualidades” que nosotros no poseemos.
El fenómeno es casi universal: todo el mundo siente rabia de todo el mundo. Todos los que pueden, al sentir la humillación tratan de vengarse exhibiendo sus dotes. Muchas niñas, cuando pequeñas, consideran que lo estupendo es ser niño y se sienten frustradas y perjudicadas por el destino. Cuando, en la adolescencia, se vuelven atrayentes a los ojos de los muchachos, transforman su poder sensual en un arma, humillando a aquellos que ahora están a sus pies. Niños delicados, objeto de humillación durante la infancia porque eran más bajos, porque eran regordetes o menos competentes para las prácticas deportivas, descubren que son particularmente inteligentes y dotados para los estudios. Transforman sus dotes en arma, humillando a quien los había humillado, con su saber y con el éxito que pueden alcanzar por la vía del conocimiento.
Lo triste es constatar que nuestra sexualidad (de la cual la vanidad es parte esencial) se compromete con elementos agresivos de una forma casi irrecuperable. Hombres y mujeres vienen combatiéndose entre si de una forma brutal y en perjuicio de todos. La asociación es tan radical que muchas parejas, que efectivamente se aman, a duras penas consiguen tener una relación sexual básica (el sexo acoplado a la agresividad se distancia de la ternura que reina entre los que se cortejan). Es triste también constatar que el universo del conocimiento, tan importante para nuestro bienestar en cuanto a sexualidad, también se contamina con la agresividad, en cuya condición los errores podrán sucederse de una forma dramática. No asombra que en un mundo constituido de esa forma, estemos a un paso de la destrucción total.
Considero esencial que profundicemos en la reflexión acerca de la vanidad, de la competición, del énfasis que hemos venido poniendo en las cualidades excepcionales que sólo unos pocos pueden tener (en perjuicio de otras que podrían formar parte del modo de ser de todos, como es el caso de las virtudes de carácter, la disciplina, la competencia sentimental, etc.), de cuánto todo ello es, de hecho, inexorable. Sí, porque vivimos en una época en que se atribuye todo a la selección natural, a las disputas para que los más fuertes se reproduzcan más y generen descendientes más y más violentos. Al tratar esto como inevitable, tendremos que constatar que tales procesos, que estaban a servicio del perfeccionamiento y perpetuación de nuestra especie, ahora serán los que nos conducirán al final de los tiempos.