Nací en una familia muy católica. Pero de veras muy católica. Católicos practicantes. Misa todos los domingos con toda la familia arrodillada en el mismo banco duro de madera. Mi padre vigilaba con su mirada severa a las jovencitas de la familia apretando entre sus fuertes manos un inmenso rosario con fragancia de sándalo, mientras mi madre sonreía de manera cómplice a sus cinco hijos, sujetando junto al pecho su mantilla negra de encaje, que ocultaba discretamente sus lindos cabellos oscuros.
Me gustaba estar allí. Pero me gustaba todavía más el almuerzo que venía a continuación. Mesa larga, abundante, carnes, aves, masas preparadas por mis tías italianas que sabían guisar y rezar con igual competencia.
Recuerdo que en las fechas especiales salíamos vestidas de ángel en las procesiones que se arrastraban por las calles de la ciudad cubiertas por brumas de incienso. Al frente iban unas andas muy bien adornadas, llevadas por cuatro hombres que nunca sonreían. Sobre las andas una santa con cabellos humanos y ojos azules de porcelana.
Cuando el plantío comenzaba en la hacienda, una gran cantidad de polvo, que procedía de la carretera y subía en tubos hacia el cielo, anunciaba la llegada del cura que venía a decir una misa en el campo. Con ocasión de la cosecha él retornaba, y nosotros bailábamos en la explanada de café donde mi familia ofrecía una fiesta a todos los colonos y colaboradores de aquel plantío. Era muy bonito, alegre. Había vida, pulsación, vigor, aroma a tierra, abrazos, confraternizaciones. Y si la fiesta avanzaba noche adentro, el cura se quedaba a dormir en la sede de la hacienda, donde se le preparaba un aposento con sábanas de lino, toallas bordadas, almohadas de plumas de ganso.
En el pasillo de mi casa de la infancia había un cuadro firmado por el Papa. Este cuadro concedía alguna cosa que no recuerdo. Pero tenía en letras bordadas el nombre de mi familia y aquello que habíamos recibido del Papa. Creo que era algo que tenía que ver con el perdón de los pecados.
A la entrada de la casa, por el lado de dentro, había un inmenso crucifijo, al que mi padre miraba cuando una de nosotras hablaba de enamorados, notas bajas, desafectos.
Pero el tiempo ha pasado y yo he experimentado muchas otras formas de tocar lo sagrado.
Con esta búsqueda mía he pasado por templos budistas, sectas orientales variadas, ashrams de maestros hindúes, centros espíritas, templos de religiones afro-brasileñas, sinagogas.
En esos lugares por los que he pasado, he sentido paz, he sentido la presencia de lo sagrado, levedad. En algunas he sentido dudas. Pero en general, he ido acumulando conocimiento y diferentes visiones del gran misterio.
Recientemente he estado en Vinhedo, en el Monasterio de Sao Bento, haciendo un retiro espiritual con el iluminado J. I. Leloup, en el cual hemos meditado durante algunos días, escuchando sus preciosas enseñanzas.
Pero quiero decir aquí, que cuando llegué al Monasterio y entré en el pasillo que conducía hasta la habitación donde habría de dejar mis cosas, me deparé con un crucifijo justamente en la entrada de aquélla. No sé explicarlo, no sé cuantificarlo. Pero finalmente, mirando para aquel crucifijo sentí lo que nunca había sentido en mi larga peregrinación: sentí que había retornado a casa de mis padres. Ha sido como si los dos estuviesen allí, esperándome, de brazos abiertos para recibirme. Me senté y lloré allí mismo, bajo la cruz. Percibí entonces, profundamente, cuánto el amor de la familia y sus rituales son importantes en este camino que se hace entre la Tierra y el Cielo.
Izabel Telles é terapeuta holística e sensitiva formada pelo American Institute for Mental Imagery de Nova Iorque. Tem três livros publicados: "O outro lado da alma", pela Axis Mundi, "Feche os olhos e veja" e "O livro das transformações" pela Editora Agora. Visite meu Instagram. Email: Visite o Site do Autor