¿Sabes cuando se mira alrededor y no se ve a nadie?
¿Cuando percibimos que, por algún motivo, nos hemos quedado completamente solos?
¿Cuando, a pesar de que lo buscamos, no somos capaces de encontrar a nadie con quien deseemos estar?
Tal vez sea ese el momento adecuado para reflexionar acerca de las relaciones.
Solo, el ser humano valora mucho más lo que significa estar acompañado.
En total soledad, somos capaces de comprender que hemos exagerado en la dosis de intolerancia con que hemos venido brindando a amigos y compañeros.
Revisando antiguas relaciones, nos damos cuenta de que las extrañas manías y los hábitos aparentemente insoportables de nuestros ex maridos, amantes o enamorados, no eran así tan graves, e incluso podrían haber sido soportados si tuviésemos de vuelta, cuando menos, algunas de las innumerables cosas buenas que hemos compartido con ellos.
El caso es que ese inventario minucioso de las relaciones, a que nos obliga el insomnio, con los pies helados, en la inmensa cama para dos, que la soledad muchas veces transforma en instrumento de tortura, puede llevarnos a algunas conclusiones bastante útiles, si aún tenemos fuerzas para buscar y concretar, a partir de ellas, nuevas relaciones.
Lo primero que descubrimos, es que vivir y dejar vivir es mucho más que una frase de efecto. Es una realidad que evita mucha confusión.
El respeto es bueno y me gusta, pasa a ser una especie de lema, que la postura corporal denuncia, antes aún de que centellee en nuestros ojos, para que nuestra boca nunca más lo tenga que pronunciar.
Otra cosa que aprendemos lentamente, pero para siempre, es que no vale la pena servirse de hechizos y artimañas para conquistar nada ni a nadie.
Si alguien llegase a apreciar alguna cosa en nosotros tendrá que ser nuestra cara lavada de todos los días, y no la estampa de muñeca glamorosa que exhibimos una vez en la vida, en fiestas y recepciones.
Nadie es perfecto, mucho menos nosotros, y además debido a eso, todo desmayo es disculpable, y debe ser acogido, en la peor de las hipótesis, con silencio, y en la mejor, con risas, siempre que éstas no vayan a empeorar las cosas, claro.
Gusto no se discute, y por más extraño que parezca, puede ser compartido en ocasiones especiales.
La más difícil conclusión a que llegamos acerca de las relaciones, es que éstas nos exigen un reconocimiento profundo de las necesidades y límites de cada uno y del todo.
Mantener y sostener una relación es aceptar, sin cualquier tipo de sentimiento de rechazo, sin exigencia, sin resquemor, sin caras largas, sin negación, sin manipulación, sin venganza, sin perversión, la calidad y cantidad de afecto que el otro está dispuesto a ofrecer, ni más ni menos, cómo y cuándo él quiera expresarlo.
Esta forma de relacionarse es la única que nos permite establecer relaciones constructivas con toda y cualquier persona, aún las que no nos simpatizan o las que – declaradamente o en secreto – no nos aprecian.
Relacionarse según estas premisas hace posible el comprender que, aunque nuestros sentimientos no sean correspondidos en la misma medida, estas diferencias de frecuencia y de intensidad no hacen inviable ninguna relación.
Si apreciamos nuestra libertad y la legitimidad de nuestros sentimientos, ¿por qué no respetamos en la misma medida las de nuestros semejantes?
Considerando las relaciones bajo este prisma, y aplicando estos conceptos en la práctica, veremos que es posible asumir nuestros sentimientos y, al mismo tiempo, respetar los sentimientos del otro, sin atritos ni constricciones.
Y por eso siempre afirmo, para quien lo quiera oír, desmintiendo toda la retórica romántica, que es posible sentirse libre y feliz amando sin ser amado, convivir en paz y serenidad con alguien por quien sentimos pasión, aún sabiendo que no somos correspondidos.
Mantener una relación saludable y honesta es estar abierto, sin ofrecerse, ser sensible sin sentirse arrollado, ser afectuoso sin ser permisivo, pensar por dos sin dejar de ser uno, obedecer a los protocolos sin tener miedo de pisar huevos, desear sin poseer, demostrar sentimientos sin ostentarlos, ser libre para tocar y ser tocado, tener coraje suficiente para decir un sí y para oír un no.
El amor pasional y compulsivo, aquel que exige correspondencia, que compara, mide y pesa demostraciones de afecto, que especula sobre intensidad y calidad de sentimientos, que raciona y condiciona expresiones de ternura, hace inviable, tarde o temprano, cualquier relación.
El encanto de la convivencia es la movilidad y la variedad con que el otro nos demuestra, cada día, su aceptación a nuestra propia movilidad y variedad de reacciones.
Cuanto más el otro nos sorprende con su tolerancia y comprensión, más confiamos en él, y más aspectos nuevos somos capaces de exponer.
Relacionarse es penetrar cada día más profundamente en la infinita manifestación divina que es esa persona que está frente a nosotros, y que deseamos conocer.
Cuando conocemos a alguien que nos atrae especialmente, iniciamos una caída en cámara lenta en la dirección de ese ser. Circulamos a su alrededor como un satélite, nos sujetamos a las leyes universales de atracción y repulsión.
Y como cuerpos celestes, la máxima intimidad que conseguiremos, a despecho de todo lo que pueda hacerse en el plano físico, será siempre energético, será siempre Luz.
Desde la telepatía a la cópula, relacionarse es intercambiar energía de forma selectiva y esto no se hace en vano.
Relacionarse es dar al amor incondicional el colorido de las emociones y sentimientos de una parcela individualizada de la divinidad en acción.
Si mejoramos la calidad de nuestras relaciones aceleramos la evolución, nuestra y de la humanidad entera.
Si somos capaces de amar verdaderamente a un único ser, por él amaremos a todo el Universo.