Una de las operaciones psíquicas más sofisticadas que aprendemos, allá por los 7 años, es esta, la de intentar salir de nosotros mismos para imaginar cómo se sienten las otras personas. De pronto podemos mirar la calle en un día de lluvia e imaginar – lo cual, en cierta forma, significa sentir – el frío que otro niño puede pasar por estar mal abrigado.
Nuestra capacidad de imaginar lo que sucede es como un puñal de doble filo. El error más frecuente – y de graves consecuencias para las relaciones interpersonales – no es que imaginemos las sensaciones de cualquier otra persona, sino que intentemos prever qué tipo de reacción tendrá ante cierta situación.
Solemos pensar así: “Yo, en su lugar, haría de esta manera.” Juzgamos correcta la actitud de la persona cuando ella procede como nosotros procederíamos. Consideramos inadecuada su conducta siempre que es diversa de la que observaríamos nosotros. O mejor, de la que pensamos que observaríamos, toda vez que muchas veces formamos juicios respecto de situaciones que jamás hemos vivido. Cuando nos colocamos en lugar de alguien, llevamos con nosotros nuestro propio código de valores. Entramos en el cuerpo del otro con nuestra alma.
Partimos del principio de que esa operación es posible, ya que creemos píamente que las almas son idénticas; o por lo menos, bastante parecidas.
Cada vez que el otro no procede de acuerdo con aquello que pensamos que haríamos en su lugar, experimentamos una enorme decepción. Nos entristecemos incluso cuando tal actitud no tiene nada que ver con nosotros. Vivenciamos exactamente el dolor que intentamos evitar a toda costa, que es el de sentirnos solitarios en este mundo. Sin darnos cuenta, tendemos a tornarnos autoritarios, deseando siempre que el otro se comporte de acuerdo con nuestras convicciones. Y así procedemos siempre con el mismo argumento: “Yo en lugar de él procedería así.”
La decepción será todavía mayor si el otro ha actuado de modo inesperado en relación a nuestra persona. Si nos ha tratado de forma ruda, lo cual no sería nuestra reacción frente a aquella situación, nos sentimos doblemente traicionados: por la agresión recibida y por la reacción diferente de la que esperábamos. Es siempre el eterno problema de no saber convivir con la verdad de que somos diferentes unos de otros; y, por eso mismo, solitarios.
Aquellos que entienden que las diferencias entre las personas son mayores que las que nos enseñaron a ver, desarrollan una actitud de real tolerancia ante puntos de vista variados respecto de casi todo. Dejan de sentirse personalmente ofendidos por las diferencias de opinión. Pueden, finalmente, observar al otro con objetividad, como un ser aparte, independiente de nosotros. Al colocarse en el lugar del otro, intentarán penetrar en el alma del otro, y no solamente transferir su alma para el cuerpo del otro. Es el comienzo de la verdadera comunicación entre las personas.