Hablar sobre la libertad es una de las cuestiones más fascinantes de la psicología. Usamos mucho esa palabra, pero tenemos dificultad para conceptuarla. Todo el mundo afirma que quiere ser libre, pero poca gente sabe decir qué es lo que quiere hacer con la libertad.
Es corriente pensar que se puede actuar sin imponer límites a nuestros deseos. No es mi punto de vista. Por cierto, no tengo gran simpatía por la idea de que vivir bien es no abrir mano de ningún tipo de deseo. Ese abordaje me parece ingenuo y no tiene en cuenta el hecho de que, en nuestra vida interior, hay otras piezas tan importantes cuanto las del deseo.
Por ejemplo: una persona me agrede y yo tengo ganas de replicarle con toda la fuerza y puedo incluso desear matarla. Pero tengo dentro de mí un conjunto de valores morales. Si yo los transgrediese, experimentaría un dolor íntimo muy desagradable, que es la culpa. Los animales en general no sienten otra cosa sino el deseo y el miedo. El hombre no: tiene un cerebro sofisticado que “fabrica” conceptos y patrones de comportamiento que la gente considera muy importante respetar. En muchos casos, las normas están en oposición a lo que deseamos. En el ejemplo citado, eso se hace evidente. Según nuestros valores éticos, no tenemos el derecho de matar a otro ser humano.
¿Cómo proceder? ¿Hemos de respetar a los deseos o a los patrones? Creo firmemente que debemos atenernos a los patrones. Debemos seguir nuestros puntos de vista y nuestras convicciones. Proceder siempre en concordancia con lo que deseamos es franca inmadurez, es no saber soportar frustraciones y contrariedades. Es evidente que me refiero a situaciones en que la razón está en oposición a los deseos. En caso de que éstos no provoquen ninguna reacción negativa, es lógico que debemos intentar realizarlos.
No se trata, por tanto, de despreciar nuestros deseos. Si tengo buena salud, puedo comer dulces. Si soy diabético, he de tener la capacidad de abrir mano de ellos. Si quiero cortejar a determinada joven, nada me impide hacerlo, siempre que me preocupe de no lastimarla en balde. No me parece acertado considerar más libres a las personas que no se cuidan a sí mismas o a los demás. Son más irresponsables e incluso auto-destructivas. Si un hombre sabe que el alcohol le hace daño y sigue bebiendo, no es más libre. Es más débil.
En los siglos pasados, el ser humano se conducía por normas exageradamente rígidas y algunos psicólogos acabaron por extraer la conclusión de que la verdadera libertad consistía en arrojar fuera esa camisa-de-fuerza, guiándonos a partir de nuestros deseos. La idea es buena, sin embargo – en la práctica – es inviable. La vida en grupo exige que se preste atención también a los demás. El amor y la solidaridad que sentimos naturalmente dentro de nosotros lo exigen. No puedo lastimar a las personas que amo sin sufrir. En ese caso, antes de satisfacer mi deseo, tengo que reflexionar mucho, evaluando y pensando en las consecuencias.
Me parece que todavía es adecuada la definición que he expresado hace cerca de diez años. Libertad no es realizar todo lo que deseamos. No es ser de esta o de aquella manera. Libertad es la sensación íntima de placer que se deriva de la coherencia entre lo que pensamos y la forma en como actuamos. Soy libre si soy capaz de proceder de modo coherente con lo que pienso. Algunas veces respeto mis deseos; otras, las normas sociales. En cada situación tomo decisiones, válidas apenas para aquel momento. Sé decir “sí”, sé decir “no”. Todo depende de la importancia de lo que deseo y de la permanente preocupación en equilibrar mis derechos y los derechos de las demás personas.
Aceptar ciertos límites para nuestros deseos es signo de madurez, no de resignación o conformismo. Es signo de fuerza, no de debilidad.