El sentimiento de culpa puede ser comprendido como una especie de freno interno, nacido de la capacidad que desarrollamos, entre los 6 y 7 años, de ponernos en el lugar del otro y poder imaginar lo que siente. Si percibimos que está agobiado por un fuerte dolor, y nos reconocemos como causadores de esa sensación, una gran tristeza nos invade. Es como si viviésemos el mismo dolor que pensamos estar causando al otro, asociado a la amargura de haber sido los responsables de ello.
Como el sufrimiento resultante del dolor que hemos provocado suele ser intenso, evitamos exponernos a él. Así, la culpa se convierte en un importante freno moral, limitador de nuestras acciones. No podemos maltratar a nadie – puesto que seremos castigados interiormente de la misma forma, ni observar conductas que puedan lesionar los derechos ajenos, ya que eso también nos hace sufrir. Muchos se contienen por miedo a represalias – terrestres o divinas. Esas personas poseen frenos externos, mientras que las que sienten culpa se sienten limitadas por motivos internos. Actúan de modo más riguroso y son moralmente más sofisticadas. Tienden a ser menos agresivas y más controladas en sus acciones, con el objetivo de no causar dolor a otros.
Veamos cómo se complican las cosas cuando una persona capaz de sentirse culpable se relaciona con otra que desconoce ese sentimiento – caso en que se encuadran, por ejemplo, los egoístas y los egocéntricos. El egoísta pide un favor, el generoso lo niega. El egoísta pone cara de tristeza y llanto – la mayoría de las veces pura escenificación. El generoso se siente culpable, pues se considera causador de aquel sufrimiento. Acaba por atender la petición para verse libre del tormento de la culpa. Lo que ocurre es que, por ese mecanismo, el generoso se responsabiliza por dolores que no ha causado. El egoísta lo acusa de hacerle sufrir tan sólo por negarse a satisfacer un capricho suyo. Si el generoso no comprende lo que está pasando, acabará por abrir mano de cosas a que tiene derecho.
La culpa sólo debe funcionar como freno cuando somos efectivamente los causadores de un daño. No podemos sentirnos culpables por luchar por nuestros derechos. No debemos abrir mano de algo que poseemos tan sólo porque otra persona también lo desea. Sólo es legítimo plegarnos a la tristeza e indignación del otro cuando nos apropiamos de lo que no nos pertenece. Si disputamos en igualdad de condiciones, tenemos que luchar por nuestra victoria. Esto no debe generar culpa, ni siquiera si el perdedor hace de todo para conmovernos. En condiciones idénticas, es mejor que se fastidie el otro y no nosotros.
Provocar culpa en el otro en situaciones indebidas es lo que denominamos chantaje emocional. Cuando desean que su voluntad sea cumplida, ciertas personas exageran en el sufrimiento por el cual habrían de pasar caso no fuesen atendidas. Ejercen el egoísmo imponiendo sus caprichos sobre quien tiene fuerzas para reaccionar a la presión. El chantaje emocional es tan cruel e inmoral cuanto el uso de un arma de fuego para presionar al otro a proceder según nuestros intereses.
Debemos formar un juicio afinado sobre la culpa, de modo a solamente guiarnos por ese freno en los casos en que estuviésemos, de hecho, sobrepasando los límites de nuestros derechos.