- Para derrotar el miedo, algunos jóvenes se consideran inmunes a cualquier peligro. Se revisten de la coraza de la omnipotencia y ponen en riesgo su futuro y su vida. Hasta que un día descubren por qué no son “inmortales”.
La adolescencia es una fase extremadamente difícil de la vida. Tal vez la más difícil. Hemos de comportarnos como adultos sin tener la puesta inicial para ello. Hemos de ser fuertes e independientes cuando todavía nos sentimos inseguros y sin autonomía de vuelo. Hemos de demostrar auto-confianza sexual, aun estando totalmente faltos de experiencia. Hemos de formar un juicio respecto de nosotros mismos – si posible positivo –, pero nos falta la vivencia para profundizar en el auto-conocimiento. En fin, hemos de ser osados y valerosos, aunque a cada paso surja el miedo para inhibirnos.
¿Qué hacer? Frente a tantas incertidumbres, acabamos por seguir los modelos propuestos por la propia cultura. Pasamos a imitar a nuestros héroes, “travistiéndonos” de superhombres y de mujeres-maravilla. Así, encubrimos nuestras dudas e inseguridades. Éstas, que sean reprimidas y enviadas a los sótanos del inconsciente. Nosotros seremos los fuertes e intrépidos, nada malo o equivocado nos puede suceder. Construimos una imagen de perfección, de criaturas especiales, particularmente bendecidas por los dioses. Resultado: nos sentimos omnipotentes y, a partir de ahí, no hay cosa en el mundo que nos pueda aterrorizar, toda vez que estamos revestidos de protecciones extraordinarias.
Este “estado de gracia” llegará a mantenerse por tiempo variable. Es un período bastante complicado para las personas que conviven con el joven, pues él lo sabe todo, lo hace todo mejor, considera a todo el mundo “alienado” y “burro”. Sólo él es completamente sabio. Sin embargo, al propio joven esa fase le parece muy positiva. Al fin se siente bien, fuerte, seguro y no tiene miedo de experimentar situaciones nuevas. Puede montar el caballo más salvaje con la certeza absoluta de que bajo ninguna hipótesis se caerá. Más tarde, cuando ya no sea tan osado ni tenga tanta confianza en sí mismo, se acordará de esa época de la vida como la más feliz. A fin de cuentas, la sensación de euforia es siempre inolvidable.
En verdad, nadie tendría nada contra la omnipotencia, si ésta correspondiese a la realidad. Sin embargo, no es esto lo que nos muestran los hechos. Sabemos que, entre los jóvenes, son precisamente los que más confían en sí mismos, los que se envuelven en todo tipo de accidentes graves, cuando no fatales. Esos jóvenes son los que conducen sus coches por la autopista, durante la madrugada, “a toda pastilla”. No sienten miedo porque “es obvio que los neumáticos no van a estallar” y “está clarísimo que no se van a dormir al volante”. Estos son los jóvenes que salen de una fiesta y, bajo los efectos del alcohol, van a toda velocidad hacia la playa. Su “inmortalidad” tan sólo queda desmentida por un accidente fatal. Por cierto, para ser sincero, parece increíble que no ocurra mayor número de accidentes.
Algunos jóvenes, omnipotentes e hijos dilectos de los dioses, van en moto sin casco. Desafían a la lluvia y al asfalto mojado, después de hacer uso de tóxicos o de haber ingerido alcohol. Toman las curvas súper-peligrosamente. No se intimidan, porque “a ellos no les va a pasar nada malo”. Y se mueren o quedan parapléjicos, destrozando vidas que podrían haber sido ricas y fascinantes. Estos mismos jóvenes utilizan drogas en dosis elevadas porque se juzgan inmunes a los riesgos de la sobredosis y a sus graves consecuencias. Llegan a compartir jeringuillas al inyectarse tóxicos en vena, pues “está claro que no se les va a contagiar el SIDA”. Y, por la misma razón, continúan teniendo relaciones sexuales con desconocidos sin siquiera tener la precaución de ponerse el preservativo.
Aquellos que no mueren o no enferman gravemente, un día despiertan de ese sueño en que fluctuaban en “estado de gracia”. Despiertan porque les ha sucedido algo: aquel accidente que se consideraba imposible. Se han caído del caballo. ¡Ellos también son mortales! Entonces, toman conciencia de toda la inseguridad y fragilidad que les han llevado a construir la falsa armadura de la omnipotencia. Al convertirse en criaturas normales, se sienten débiles. Antes era mucho mejor. Sí, pero era todo mentira. Ahora el mundo ha perdido los colores vibrantes de la fantasía. Se revistió de los medios tonos de la realidad. Ellos no han conseguido domar el caballo salvaje y han sido derribados en tierra. Tendrán que aprender a caer y a levantarse. ¡Tendrán que aprender a respetar más a los caballos! Tendrán que saber que todas las dolencias, todos los accidentes, todas las faltas de suerte podrán perseguirlos. Y – lo que es más importante – tendrán que enfrentar con serenidad la plena conciencia de que son vulnerables. Este es uno de los ingredientes de la madurez: tener serenidad en el viaje de la vida, aun sabiendo que nos puede suceder de todo.