Somos extremadamente centrados en nosotros mismos. Vivimos como si los otros supiesen exactamente lo que pasa dentro de nosotros. Estamos muy poco atentos a las enormes dificultades que tenemos para comunicarnos con alguna eficiencia. En los últimos tiempos, esos obstáculos han venido llamando la atención de mucha gente. Puede incluso ser que las indiscutibles diferencias entre los sexos determinen problemas todavía mayores para la comunicación entre hombres y mujeres que los encontrados entre las personas en general. Pero la cuestión es más compleja.
A veces es bueno pararse a pensar en las ironías de nuestra condición. Nos gusta ser únicos, especiales e inconfundibles. Hacemos una evaluación positiva de las diferencias en nuestra apariencia, pero nos parece que somos esencialmente parecidos desde el punto de vista intelectual y emocional.
Ver de una forma positiva las propiedades que nos definen y nos hacen especiales, nos agrada porque esto satisface nuestra vanidad. Por otro lado, cuando se trata de nuestro mundo interior, nos gusta imaginarnos parecidos los unos a los otros. Al reconocernos como únicos, tendríamos que depararnos con el hecho de que somos una isla solitaria, aunque rodeados por millones de otras islas.
Nos encanta sentirnos especiales, pero detestamos sentirnos solos. La solución que encontramos para esa contradicción es la de definirnos como seres de la misma “masa”, poseedores de unas cuantas particularidades, mediante las cuales podemos destacarnos y dar escape a nuestro orgullo. Podemos incluso decir que el comprender que existen diferencias radicales no sólo nos daría clara percepción de nuestra soledad sino que además nos impediría cualquier tipo de comparación, lo cual sería pésimo para la vanidad – pues no pueden ser comparadas dos cualidades diferentes.
Partiremos desde el punto de vista de que el otro es parecido a nosotros, siente las cosas de la misma forma y, en esencia, piensa como nosotros. Por cierto, nos irritamos frente a alguna diferencia de opinión. Ni siquiera llegamos a considerar la hipótesis de que la misma palabra pueda tener un significado diferente en el cerebro de otra persona. No damos nuestro brazo a torcer ni siquiera con los ejemplos más banales: “tradicional” puede ser una ofensa para un vanguardista y un elogio para un conservador, y “engordar” tiene significados distintos para un delgado que para un gordo.
Proyectamos en los demás nuestra manera de ser y de pensar. Después, nos comunicamos con ellos como si fuesen a entenderlo todo exactamente tal y como lo estamos diciendo. El resultado no podría dejar de ser ese amontonado de malentendidos y de agresiones involuntarias – o no – determinadas por una palabra oída de forma diferente a como se ha dicho. Si queremos empezar a comunicarnos de verdad, tendremos que partir del principio de que el otro es autónomo y no una extensión de nosotros mismos. Así, tal vez podamos encontrar una forma de construir un puente entre dos islas.