Tal vez ahora seamos capaces de pensar de forma más libre acerca de la mujer y de la condición femenina. El tema siempre ha estado envuelto en brutales prejuicios: en el pasado estaba vigente la tesis machista de la inferioridad de la mujer; y ahora en los últimos años ya nos guiamos por la idea de la igualdad entre los sexos. La buena comprensión de la cuestión pierde en los dos casos, toda vez que la mujer no es inferior ni igual al hombre, sino diferente, y no hay razón para que se le estudie tomando como referencia la condición masculina. No deja de ser sorprendente que nos dejemos guiar mucho más por las ideas, conceptos e ideologías que por los hechos. Las diferencias entre los sexos son obvias, y tan sólo la interferencia de poderosos ingredientes emocionales puede llevar a hombres y mujeres a defender ideas que no tienen respaldo en el mundo real. Cuando tales ideas fueron elaboradas por hombres, a lo largo de los siglos, la conclusión fue la inferioridad de la mujer. Tal vez hayan sido movidos más que nada por la enorme envidia que ellos siempre les tuvieron a ellas.
Cuando, en las últimas décadas, las ideas sobre el tema fueron elaboradas por mujeres, han llegado a la conclusión de la igualdad entre los sexos. Ellas buscaban condiciones objetivas iguales a las de los hombres, lo cual es un derecho innegable, pero han acabado por generalizar sus conceptos relativos a importantes aspectos de la vida social, intentando, por ejemplo, entender la sexualidad femenina tomando por base la fisiología de los hombres. Sin darse cuenta, ellas los ponían como referencia, como paradigma; no podemos dejar de reconocer ahí un importante ingrediente envidioso de la condición masculina, ahora presente también en las mujeres.
Desgraciadamente, todo lleva a creer que hablar acerca de las condiciones masculina y femenina es tratar, muy de cerca, la cuestión de la envidia. Hombres y mujeres están fascinados los unos por los otros – esto como regla general, claro – pero difícilmente logran entenderse bien. Se percibe la facilidad con que desarrollan una irritación desproporcionada con los hechos cuando conviven íntimamente. Incluso la vida sexual de los que viven juntos se queda más corta de lo que podríamos suponer a partir de la intensidad de la atracción sexual que el hombre siente por la mujer y que a ella le hace tanto bien. Así, la esperada convivencia amorosa y sexual, rica y plena de placeres, es, por lo regular, parte del imaginario de la mayoría de las personas. Todo el objetivo de aquellos que piensan acerca de estos aspectos esenciales de la vida íntima consiste exactamente en buscar los caminos que permitan la comprensión entre los sexos, la cual, de hecho, nunca ha existido. La tarea debe ser muy difícil; si no fuese así, nuestros antecesores ya la habrían cumplido hace mucho tiempo.
Mi objetivo principal a lo largo de este texto es discutir algunos aspectos de la fisiología sexual femenina y su repercusión en la interacción entre los sexos y en la manera de ser de las mujeres. No podré dejar de hacer algunas observaciones sobre lo masculino, toda vez que, cuando menos hasta ahora, el modo de ser de un sexo ha sido definido a partir del otro. No creo que sea una buena postura intelectual esa de, por ejemplo, atribuir emotividad y mayor sensibilidad a lo femenino y considerar la racionalidad y la mayor agresividad como peculiaridades de lo masculino. Se pone muy difícil saber cuánta verdad hay en esto, y cuánto ocultan los hombres su emotividad y las mujeres su racionalidad, siempre con el propósito de “ajustarse” al modelo social preestablecido. Hemos de distinguir con la mayor claridad posible entre lo que es un atributo de lo femenino y lo que forma parte de su papel social; es decir, entre lo que pueda ser genuinamente producto de la naturaleza femenina y lo que es proposición cultural que busca definir e imponer cierta postura a las mujeres de una determinada cultura y época.
Lo ideal sería que lo femenino fuese estudiado aparte, sin cualquier tipo de comparación con lo masculino y viceversa. Tal vez logremos, poco a poco, alcanzar ese objetivo, en cuya condición podríamos, finalmente, saber cómo está constituido cada uno de los sexos. No obstante, los hombres en realidad se comportan con la finalidad única de impresionar, agradar o agredir a las mujeres, y lo mismo les ocurre a ellas. Es posible que una parte importante de lo que entendemos como femenino esté siendo definida en función de lo masculino y que lo contrario también sea verdadero. Se compone un tipo de círculo vicioso derivado de la interacción entre los sexos que, por veces, hace muy difícil la comprensión de los ingredientes ahí contenidos. Haré algunas consideraciones acerca de lo que soy capaz de observar, y que considero imprescindible en el círculo vicioso en que vivimos desde hace milenios, del cual todavía no hemos logrado liberarnos. Las investigaciones, hasta ahora muy escasas, que habrán de llevarse a cabo en esta área de la subjetividad humana no son filigranas. Ellas tratan de algunas de las particularidades esenciales de nuestra especie que han influido – y mucho – en todos los procesos que han culminado con la elaboración de las reglas que orientan nuestra vida social.
Siendo así, la cuestión sexual en general y la de las diferencias entre los sexos en particular son de capital importancia para la comprensión de la psicología humana – y de algunos aspectos de la propia fisiología sexual – y para el estudio y comprensión de los aspectos socioeconómicos de nuestra vida en grupo. Ese abordaje más abarcador de la cuestión sexual ha venido asumiendo una importancia creciente, toda vez que se viene revelando más fructífero que aquel que apenas tomaba en consideración los aspectos prácticos y técnicos capaces de perfeccionar la intimidad entre un hombre y una mujer.Dejaré registrado, de modo vehemente, que el objetivo de todas las observaciones que pretendo hacer es contribuir para ayudar en la comprensión y liberación de complejos ingredientes que consideramos parte de la relación entre los sexos; como son modos de proceder que se repiten desde hace muchas generaciones, forman parte de nuestra cultura de forma tan arraigada que los contemplamos como naturales. Se les trata con la naturalidad de un fenómeno que forma parte de nuestra biología; pese a ello es fuerte mi convicción de que no es esa la verdad. Hoy, indiscutiblemente, forman parte de lo cotidiano, de las normas de la vida social con que nos deparamos a medida que nos vamos haciendo adultos. Cada nueva generación se contamina muy rápidamente con el círculo vicioso negativo y percibe, con mayor o menor claridad, que las relaciones entre los sexos son tensas, de disputa, e implican un tipo de rivalidad en que humillar al sexo opuesto parece haberse constituido en un placer. Adolescentes de ambos sexos, pero principalmente los muchachos, dan claras señales de sentir los golpes iniciales de esa guerra entre los sexos, cuyos primeros movimientos parecen más favorables a las mujeres – o, cuando menos, a algunas de ellas.