4. Otras peculiaridades de lo "femenino"
Se abordarán, además, dos elementos propios de la biología femenina que interfieren mucho en el modo de comportarse las mujeres. El primero de ellos tiene que ver con el ciclo menstrual y con las variaciones hormonales que tienen lugar, aproximadamente, cada 28 días. Pero antes me gustaría recordar que pertenezco a una generación de médicos formada dentro de una perspectiva aún predominantemente masculina, incluso en lo referente a cuestiones femeninas. Es decir, hasta hace pocas décadas, no eran muchas las mujeres que ejercían como profesionales del área médica. Estaban en franca minoría y sus opiniones valían poco incluso cuando hablaban de su propia condición subjetiva. Por ejemplo, algunas de las pioneras del psicoanálisis eran del sexo femenino y, en cuanto pacientes de Freud, entablaron feroz polémica con el maestro, que insistía en enseñarlas a colocarse en el papel femenino que a él le parecía propio e indicador adecuado de lo que él entendía como madurez emocional de la mujer. El modelo de madurez femenina estaba, pues, producido en el interior de un cerebro masculino.
Mi generación se formó envuelta en concepciones típicamente "machistas", en las cuales los cólicos menstruales se consideraban marrullerías - al menos en buena parte - y la tensión premenstrual un invento de las mujeres con el objetivo de encontrar justificación para su mal genio y sus irritaciones indebidas. Las "cosas de mujeres" eran tenidas como "frescura", como síntomas histéricos. A ellas se las trataba, bajo el aspecto de la fisiología hormonal, de la misma forma que a los hombres, y todo cuanto en ellas fuese diferente de lo que ellos vivenciaban no era tenido en consideración, sino que se trataba como problema psicológico, inmadurez emocional, falta de firmeza y de carácter.
Lo que había detrás de esas convicciones era la dificultad humana de comprender al otro, y principalmente a ese otro que es esencialmente diferente de uno mismo. Como los hombres no vivencian alteraciones hormonales tan sustanciales a lo largo de cada mes de la vida, no fueron - y todavía hoy no lo son sino con mucho esfuerzo - capaces de comprender y de dar genuino peso a lo que pasa en lo íntimo de las mujeres. Incluso los que son portadores de enorme buena voluntad y deseo de comprender tienen dificultades para penetrar en el alma femenina e intentar comprender cómo sienten ellas las variaciones del estado físico y cómo interfiere esto sobre lo emocional. ¿Cómo queda sexualmente una mujer durante el período de la ovulación? ¿En qué altera esto su estado emocional, su disposición afectiva? ¿De qué modo podrá un hombre pensar acerca de esto con algún rigor?
Claro que existen obstáculos insalvables en la comunicación que intentamos establecer con otros humanos, especialmente de sexo opuesto. Las mujeres intentan explicarnos lo que sienten, pero no siempre logramos acompañar su descripción. Por lo menos ya somos capaces de creer que hay efectivos cambios físicos susceptibles de determinar alteraciones emocionales derivadas de las constantes alternancias hormonales femeninas. Ya hemos logrado imaginar que los problemas psíquicos habituales en el climaterio pueden llegar a verse complicados por factores orgánicos, en los que intentamos interferir mediante la reposición de hormonas.
Así, las diferencias entre los sexos no residen tan sólo en la presencia de menstruación en las mujeres. Ésta es la manifestación más visible de una serie de procesos hormonales que no existen en los hombres y que hacen que la vida de las mujeres - cuando menos la de un gran número de ellas - sea más difícil de dirigir de modo firme y consistente hacia un norte. Sí, porque la presencia de tantas variaciones a lo largo de las semanas crea dudas e inestabilidades psíquicas, que pueden determinar alteraciones en la motivación y en el modo de pensar de ellas sobre sus propios proyectos de vida. Pienso que es mucho más difícil para una mujer el determinarse y perseguir con ahínco un objetivo preciso. Esto hace más meritorio lo hecho por aquellas que logran triunfar en ese tipo de emprendimientos. Lo inverso también es verdadero: la falta de consistencia y firmeza en la persecución de objetivos no ha de ser motivo para tanta perplejidad, toda vez que el alma femenina se ve, en ese particular, muy perjudicada por su naturaleza biológica. Las tareas que exigen estabilidad psíquica y un estado emocional constante y más racional pueden ser mucho más difíciles de ser llevadas a cabo por mujeres.
Muy poco más podemos decir nosotros, los hombres, acerca de lo que sucede
dentro de las mujeres por fuerza del ciclo hormonal en que gravitan. Como consecuencia
de una postura menos arrogante, es posible saber que existen diferencias sustanciales
entre lo sexos e intentar comprender al otro tomando por base, no a nosotros mismos,
sino a lo que podemos percibir en él.
Por lo tanto, las alteraciones del humor, las modificaciones en la disposición
sexual, irritabilidad y descontrol agresivo, pueden verse facilitados por las
alteraciones hormonales, si no totalmente determinados por ellas. Tales oscilaciones
ocasionan efectos variados en cada mujer, de modo que la inexistencia de "síntomas"
en unas cuantas no es indicio de falta de consistencia en la queja de las otras.
Somos todos diferentes y las mujeres también lo son entre si.
Otra peculiaridad femenina a que debemos dedicar nuestra atención atañe a la maternidad. En ese caso, nosotros, los hombres, sentimos, una vez más, una enorme dificultad para comprender exactamente lo que pasa en el cuerpo y principalmente en la mente de una persona que siente crecer dentro de sí a otro ser. ¿Qué significa exactamente la percepción de que una criatura se mueve dentro del propio vientre? Jamás podremos aprehender todo lo que pasa con una mujer que vive ese estado. Podemos observar, desde fuera, que las reacciones psicológicas son muy variadas y van desde cierta incomodidad por notar ella que va deformándose y adquiriendo estrías, hasta el deslumbramiento total por la experiencia de la maternidad, con absoluto descaso por todos esos aspectos personales - e incluso respecto a eventuales reivindicaciones del marido. Muchas son las mujeres que, a lo largo de la gestación, pierden totalmente su interés sexual - ¿estará eso determinado por razones hormonales? - mientras otras mantienen encendido el deseo. Ellas se vuelven distantes de sus parejas, ya que se sienten en simbiosis, primordialmente, con sus fetos. Otras no se apegan tan intensamente ni se sienten tan completas por el hecho de tener una criatura desarrollándose dentro de ellas.
De todos modos, a partir del parto, cuyos dolores también son variables y no deberían ser subestimados por los hombres, surgen muy intensamente las manifestaciones de aquello que, entre los mamíferos, llamamos instinto materno, o sea, un fuerte impulso dirigido a proteger y cuidar del recién nacido. Sube la leche y el deseo de alimentar al bebé. En unas cuantas mujeres no observamos tan claramente esos fenómenos, toda vez que parecen más preocupadas consigo mismas que con sus hijos.
Puede que en muchos casos esté produciéndose un cuadro depresivo
- nada infrecuente en esa fase de la vida, derivado de causas múltiples
y aún no muy bien conocidas - pero en otros la mujer no parece ser portadora
de ningún instinto de protección de la prole.
La cuestión de los instintos en nuestra especie es siempre muy compleja,
ya que la razón puede determinar nuestro proceder de forma mucho más
definitiva que los fenómenos innatos que nos hacen parecidos a nuestros
ancestros mamíferos. Así, a las mujeres muy egoístas les
gusta menos amamantar y todo tipo de actividades que impliquen dedicación,
abnegación y sacrificio. Tales mujeres, incluso cuando se hallan en la
condición de madres, viendo que sus bebés son totalmente dependientes,
buscan su propia comodidad y siempre encuentran una forma de que otras personas
ejecuten sus quehaceres y cuiden de sus hijos.
En su mayoría, no obstante, tienden a ser muy apegadas a sus hijos, condición que muchas veces determina irritación y celos en sus parejas. Es importante que se comprenda que ser madre es una labor que se inicia en algún punto del cuarto mes de gestación, momento en que la criatura da señales de existencia autónoma al moverse dentro del vientre. Ser padre es una condición psicológica que, como regla, se inicia allá por el cuarto mes de vida del crío, cuando éste le sonríe, o sea, cuando lo reconoce. La idea de implicar al padre ya durante los meses de embarazo parece interesante, pero es posible que en la práctica llegue a desembocar en una forma de proceder algo superficial. No sabemos si existe algún tipo de comunicación efectiva entre la mente de la madre y la del feto y menos aún sobre la posibilidad de que el padre se comunique con él, de modo que conversar con el feto me suena un tanto patético. No creo que haya nada de instintivo en la paternidad; se trata de un papel aprendido y una afición que se establece a partir de la convivencia y de los intercambios de cariño y de señales de afecto que suelen crecer con el paso de los meses y de los años.
Es muy importante que reflexionemos un poco acerca de la cuestión del instinto materno y de la maternidad en general. Solemos pensar, ya que a ello nos ha inducido la tradición cultural en la que estamos inmersos, que la pulsión que hace a las mujeres desear tanto el procrear es la manifestación de dicho instinto. Me gustaría exponer mi opinión contraria a esa idea: considero que el instinto materno sólo se manifiesta con ocasión del nacimiento del crío y, por tanto, no tiene relación alguna con el deseo de tener un hijo. En el pasado, el instinto responsable por la gestación era el sexual. Éste no pide el embarazo, sino la intimidad entre un hombre y una mujer, de lo cual siempre ha resultado, como "efecto colateral", la gestación. El fuerte instinto sexual que poseemos ha estado siempre al servicio del placer y de la reproducción. La separación entre sexo y reproducción sólo se ha dado muy recientemente, a partir de la aparición de los recursos anticonceptivos, notablemente los de uso y control femenino - la aparición de la píldora ha sido, sin duda, uno de los acontecimientos significantes del siglo XX.
El deseo de ser madre no es, a mi entender, una expresión de naturaleza instintiva. Se trata de un placer personal, hoy totalmente desvinculado incluso de cualquier tipo de necesidad social. Si en el pasado la reproducción era necesaria, para fines de perpetuación de una especie que padecía muchas adversidades que fácilmente podrían llevarla a la extinción, hoy la naturaleza agradecería a las parejas que decidiesen no tener hijos, toda vez que el planeta está superpoblado y padece graves problemas ecológicos. Si en el pasado la reproducción estaba además muy vinculada a los intereses de los padres, ya que los hijos habrían de trabajar para ellos, sobre todo en las áreas rurales, y habrían de cuidarles durante los años de la vejez, en los días de hoy las parejas jóvenes deberían preguntarse con mucha determinación y coraje si quieren o no tener hijos, si están dispuestas a pagar el precio de criarlos para que después se marchen, convictos de no deber nada a aquellos que los han generado y han cuidado de ellos con cariño durante tantos años.
Si somos capaces de pensar más allá de la tradición, caben perfectamente las preguntas: ¿vale la pena tener hijos en los días de hoy? ¿Qué podemos esperar de ellos en el futuro? ¿Qué sentido tienen, para los humanos, los esfuerzos sin recompensas? ¿Seremos capaces de dedicarnos desinteresadamente a ellos sin, de hecho, esperar nada a cambio? ¿Sabremos dejarlos crecer y marcharse, en busca de su propio destino? ¿Cómo nos comportaremos si ellos "saliesen" muy diferentes de aquello que habíamos soñado? Mi propósito, con esa salva de cuestiones de difícil respuesta, es poner de manifiesto lo livianos que venimos siendo en relación a aspectos fundamentales de la vida. Hemos inventado la píldora anticonceptiva - entre otros recursos, que nos permiten decidir si queremos y cuándo tener hijos - hemos invertido, a través de aspectos educacionales, los tradicionales vínculos entre padres e hijos - ahora los hijos se sienten acreedores vitalicios de sus padres; por tanto, han desaparecido las conveniencias que nuestros ancestros tenían con la reproducción, y no por ello pensamos seriamente si queremos o no tener hijos. Tan sólo cumplimos el ritual de tenerlos, sin saber ciertamente lo que estamos haciendo. Los tenemos porque todo el mundo los tiene y, por tanto, debe ser bueno tenerlos. Este no es modo de pensar. No en vano tantas personas se arrepienten de tener hijos pero, como decía el poeta, sólo después de haberlos tenido.
Hemos de pensar más profundamente sobre nuestro destino si queremos salirnos bien en esta vida y dejar de catalogar a las personas, mayormente a aquellas que se comportan de modo diferente del nuestro. Cuando una mujer declara que no quiere tener hijos porque prefiere dedicarse a sus quehaceres profesionales, se le tilda de egoísta. Ahora bien, ¿qué es lo que lleva a la mayor parte de las mujeres y de las parejas a tener hijos, sino su propio egoísmo? Como el planeta no necesita de la reproducción, los críos nacen porque sus padres desean verse perpetuados en ellos, quieren un "juguete" que los entretenga y fortalezca el vínculo conyugal; eso, cuando no hay intereses aún menos nobles implicados en el proceso reproductor. Las personas dicen que la vida es dura y difícil, que es pródiga en sufrimientos, que la conciencia de la propia muerte es un dolor insoportable y aún así conciben a un nuevo sufridor. Generan por deleite propio y, en los días de hoy, sin ningún gran interés posterior, toda vez que los hijos ya han comprendido que, al no haber "pedido nacer", en principio no deben nada a sus padres.
Es preciso aprender a respetar a las personas que piensan de modo distinto al nuestro. Decidir no tener hijos es una opción digna y no está relacionada con el egoísmo. No hay razón alguna para que tantas mujeres se avergüencen de no tenerlos, como si estuviesen desprovistas de algún ingrediente instintivo muy noble. El único motivo que lleva a una mujer o a una pareja a tener hijos es el que se deriva del deseo que sienten de tener críos por cerca, para poder con ellos jugar y disfrutar de los placeres y las agruras de acompañar su crecimiento. No se trata de una función noble, sino de un placer personal que sólo deberían ejercer personas a las que, de hecho, agrada mucho convivir con críos. Los que decidan dar otro rumbo a sus vidas no tienen nada de qué avergonzarse, ni pueden ser tenidos por menos dignos o privados de la nobleza de alma que lleva a las personas a la reproducción. El mundo del futuro es el de la multiplicidad de opciones de modos de vida, siendo innecesario e inconveniente jerarquizar las diversas fórmulas, o sea, no hay mejores o peores formas de vivir, sino diferentes.
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