A estas alturas, hemos salido del dominio de lo que es más o menos conocido, hacia lo que nos es completamente desconocido. Ya somos capaces de describir algunas de las propiedades que caracterizan lo femenino, las cuales son diferentes de las masculinas, y jamás deberían ser comparadas con ellas, puesto que es un grave error lógico comparar objetos o seres que son cualitativamente diferentes. Ya hemos podido notar que muchas de las peculiaridades consideradas como parte inherente de lo femenino han sido impuestas a las mujeres a través de presiones sociales que tenían como base principal la envidia y la inseguridad que los hombres siempre han sentido respecto de ellas. Jamás deberíamos rendirnos ni acatar con facilidad afirmaciones del tipo de: “ser hombre es ser así” o “ser mujer es ser asá”; ni, tampoco, que “el hombre se ha hecho para esto” mientras que “la mujer se ha hecho para aquello”.
Hemos de atenernos y pensar un poco sobre el modo en cómo la tradición pesa sobre nosotros. Parece evidente que las concepciones antiguas, muy alejadas de los sentimientos humanos actuales, tienden a desaparecer más o menos rápidamente. Esto es verdadero para la mayoría de los casos: ya no hay motivos para mantener la virginidad femenina hasta el día del matrimonio desde la aparición de los anticonceptivos, y el llamado “tabú de la virginidad” dejó de estar en vigor casi a continuación. Algunos preceptos tarden mucho en modificarse, incluso porque tenemos fuerte tendencia a apegarnos a viejas ideas. No nos agradan las nuevas concepciones que nos obligan a abrir mano de nuestros puntos de vista, y a revisar muchos de nuestros conceptos; no nos gusta cambiar de opinión, como si esto implicase un trabajo similar al que tenemos cuando nos cambiamos de casa – y ¿cuántos hay que no les gustan tampoco los cambios en el plano de las cosas concretas? Nuevas concepciones exigen reacomodo en varias otras ideas y, para las personas que buscan la coherencia, implican además algunos cambios de actitudes. La resistencia que sentimos frente al dispendio de energía que tales cambios habrán de determinar inevitablemente, cierta especie de pereza mental que nos caracteriza, nos lleva a posturas conservadoras, a repetir lo que hemos aprendido sin ejercer todo el poder de crítica que permitiría nuestra inteligencia.
Las cosas son más sencillas cuando antevemos ventajas sustanciales al adherirnos a nuevas concepciones, al igual que es más fácil cambiarnos a una nueva casa más bonita y más confortable. Las alteraciones en los patrones sexuales que nos hacen más libres y con más condición para disfrutar de los placeres que en ellos se envuelven, han tenido lugar de forma más rápida que aquellas que tienen que ver con la igualdad de derechos y salarios de las mujeres, condición que no favorece en nada al pensamiento masculino tradicional, al menos a primera vista. Somos más rápidos para llevar a cabo los cambios que nos favorecen y tendemos a desacelerar los que no nos benefician. Así, no todo lo que tiene durabilidad, o ha venido persistiendo a lo largo de generaciones, constituye sabiduría digna de ser respetada. Muchos conceptos apenas sobreviven por que están a servicio de la preservación de privilegios de las minorías que detentan el poder social.
Además de esto, hemos de tener cautela con las “medias verdades”, con las ideas que pueden tener cierta consistencia, pero que son usadas para fines escusos. Así, la afirmación de que las mujeres sólo son capaces de realizarse sexualmente en un contexto romántico, mientras que los hombres separan perfectamente sexo de amor, es compatible con lo que solemos observar. No significa, sin embargo, que estemos ante una verdad biológica. Tal vez sea más adecuado decir que a la mayoría de ellas no ha interesado el sexo sin implicación amorosa. Por cierto, más preciso aún sería decir que ellas no han desarrollado el gusto por el sexo que no estuviese acoplado a alguna otra finalidad. Posiblemente, la inexistencia de período refractario dificulte que los intercambios de caricias adquieran interés por sí solos. Las mujeres prefieren el sexo acoplado al envolvimiento amoroso o, en ciertos casos, a intereses prácticos bien definidos – como es el caso del dinero para las prostitutas. Las cosas pueden alterarse en cualquier momento y ellas pueden perfectamente empezar a vivenciar el sexo como fuente de placer y no como instrumento para alcanzar otros objetivos. Creo incluso que algunas mujeres más libres y emancipadas, tanto emocional como económicamente, en breve pasarán a tener otra idea respecto de los intercambios eróticos.
No quiero, bajo ninguna hipótesis, entrar por el camino feminista de que las mujeres emancipadas gustarán de ser y de hacer todo lo que hacen los hombres, incluso porque no creo que los hombres sean seres más libres que ellas. Lo que deseo es reafirmar mi idea de que lo que hoy se entiende como constituyente de lo femenino corresponde a un conjunto de conceptos que muchas veces han sido impuestos a las mujeres en virtud de los intereses masculinos y dentro de un contexto, ya descrito, belicoso y hostil. Así, las mujeres habrán de ir en pos de encontrarse consigo mismas, teniéndose a si mismas como referentes y no los masculinos – tradicionales o actuales. Cabe otro ejemplo más: no sé si las que están emancipadas observarán, respecto del trabajo la postura que es habitual en los hombres, ni si forzosamente habrán de transferir a ese sector de la vida toda la vanidad y todo el vigor competitivo que suelen imprimirle los hombres, ni si esto es obligatorio y parte inexorable del éxito – es decir, si los que más compiten y se desgastan son siempre los que van mejor y más lejos – ni tampoco si las mujeres no establecerán una relación más saludable con el trabajo, en la cual el estrés no sea tan intenso y destructivo.
Como la vanidad femenina se dirige, en gran parte, hacia lo físico – lo cual considero más saludable, toda vez que la vanidad intelectual sólo genera maleficios incluso para la salud, pues es un hecho que los hombres viven, como media, siete años menos que las mujeres – es posible que el trabajo femenino esté caracterizado esencialmente por la búsqueda del placer intrínseco y corresponda a una actividad que redunde en buenos resultados para el medio social. Puede que esto les parezca más importante que los actos en que el destaque y el triunfo estén por encima de esos valores intrínsecos. No deseo ser retrógrado, pero el placer que podemos extraer de una actividad puede, muchas veces, ser más importante que la remuneración o el prestigio derivados de ella. Las enfermeras y otras prestadoras de servicios no siempre muy bien remunerados, incluso las profesoras, siempre han sido, y siguen siendo, seres que poseen una alegría interior y un sentido de la realización que no encuentran muchos profesionales destacados de áreas donde no existe la clara acción de beneficiar a terceros, y que se resienten por no encontrarlos. Es posible que, en esta área, sean los hombres quienes tengan mucho que aprender de las mujeres, siempre encantadas con actividades útiles aunque puedan ser repetitivas y monótonas. La riqueza de la actividad, para la mujer, siempre ha estado relacionada con el placer de servir, con la dedicación a terceros, y no con el destaque que el trabajo pudiese determinar. El destaque femenino ya se produce por razones sexuales, por el hecho de ser atractivas a los ojos de los hombres. El trabajo ha estado, pues, a servicio de sentirse útiles y de prestar servicios de efectivo interés social.
En la cuestión del trabajo, como en todas las otras que atañen a lo que sea efectivamente lo femenino, estamos en pañales. Ya somos capaces de hacer preguntas más claras, pero aún no estamos en condiciones de responderlas con firmeza. Me gustaría intentar hacerme entender en lo que pienso ser lo esencial: considero que las mujeres buscan, en el trabajo, placeres intrínsecos a él, mientras que los hombres lo ven como un vehículo para el destaque, el triunfo económico y la mejora de su posición erótica ante las mujeres. Nada impide que una mujer, en el ejercicio de su actividad, se destaque. Digo apenas que la búsqueda del destaque como primera intención no está en la naturaleza de la mayor parte de las mujeres, pues éste lo buscan por caminos que no pasan por el trabajo. El mayor peligro femenino es, a mi entender, el de convertirse en esclavas del placer de servir, y perder la capacidad de pensar y de actuar en causa propia. El placer de dar puede hipertrofiarse de modo a transformarse en un vicio, en algo que determina gran dependencia. ¿Cuántas madres no se deprimen – y muchas incluso se convierten en alcohólicas – cuando sus hijos crecen y ya no necesitan de ellas? Por cierto, es bastante probable que la maternidad sea importante refuerzo de esa tendencia femenina hacia el servir. No en balde muchas de las que buscan un modo de vida más dirigido hacia si mismas, vayan o no en pos del éxito social típico de los hombres, han optado por no tener hijos. Según he afirmado ya, no veo razón para censurarlas ni para llamarles egoístas. Tal vez hayan tenido una perspectiva más clara de esa contradicción femenina, mediante la cual parece más fácil actuar por si y para si cuando la mujer está sola, desvencijada de vínculos afectivos más intensos. Digo que se trata de una contradicción porque el deseo de aproximación amorosa, de constituir familia y tener hijos también es muy fuerte en la gran mayoría de ellas.
Los hombres tienen muchas dificultades para comprender ciertos desdoblamientos de esa peculiaridad de lo femenino por la cual mujeres inteligentes, independientes, autosuficientes profesionalmente e incluso competentes para vivir solas, se convierten, repentinamente, en virtud del envolvimiento amoroso, en sumisas, dóciles, dependientes y dispuestas, aparentemente sin ninguna pena, a abandonar sus carreras. No lo entienden porque jamás procederían de esa manera, toda vez que, para ellos, el trabajo es el medio por el cual se sienten interesantes a los ojos femeninos, y perder la posición social es lo mismo que perder la admiración y el amor de las mujeres. Éstas, a su vez, sienten de forma completamente diferente: no se creen amadas por sus méritos profesionales, muchas sienten exactamente lo contrario: que el éxito profesional aleja de ellas a los hombres. Consideran que pueden ser amadas por sus dotes físicos, por las virtudes de su carácter y por la capacidad de servir a los hombres y a los hijos. Saben que el trabajo no les será tan vital porque no interfiere en la cuestión de la vanidad, que pueden volver a trabajar en otro momento y no piensan que dejarán de ser amadas por haber optado por la vida de familia.
Muchas aún sienten que hacen esto en virtud de las presiones masculinas, lo que puede apenas ser una coincidencia: la poca capacidad para conciliar el trabajo personal con la vida amorosa es una peculiaridad de lo femenino. Podemos comprobar esto de un modo cada vez más fácil en los días de hoy, puesto que crece el número de hombres que ya no se enfadan por el hecho de que sus mujeres se dediquen a una actividad profesional propia. Por el contrario, muchos se quedan perplejos y hasta entristecidos con la actitud de sus mujeres de abandonar sus quehaceres. Ellos sienten exaltada su vanidad por el hecho de estar unidos a mujeres que triunfan profesionalmente, de modo que, desde ese punto de vista, han pasado a gustar de exhibirlas no sólo como atractivas, sino también como seres que van bien en el mundo del trabajo. No creo que ese sea un buen motivo para que ellas se dediquen más al trabajo fuera de casa, ni que deban abandonar sus actividades de forma tan rápida y a la ligera, ya que muchas habrán de arrepentirse a lo largo de los años siguientes. Volver al mercado de trabajo siempre será una tarea difícil, además de tropezar, entonces sí, con obstáculos familiares, ya que maridos e hijos se han acostumbrado a ser servidos y a tenerlas a su disposición. Restar privilegios es una tarea muy difícil.
Cuando están solas, suelen desempeñarse mucho mejor que los hombres; son mucho más independientes y logran administrar sus cuestiones concretas sin dificultad alguna. Un hecho curioso es que, al envolverse sentimentalmente, tienden a desarrollar inmediata dependencia práctica con relación a sus amados. Insisto en afirmar que no es esa la expectativa masculina; esto causa cierta decepción a la mayoría de los hombres que han optado por unirse a mujeres independientes. Es intensa la tendencia de ellas a la descaracterización y despersonalización de si mismas en el curso del fenómeno amoroso. Mujeres independientes pasan a preferir que sus compañeros dicten las reglas, que asuman todas las responsabilidades. Abren mano incluso de la administración de cuestiones que les son esenciales, como es el caso de la reproducción.
¿Cómo se puede comprender que una mujer inteligente esté a favor de una “píldora masculina”, condición en la cual la responsabilidad por una futura gestación se va de sus manos? Pienso que tales peculiaridades habrán de ser mejor entendidas; para éstas, no encuentro siquiera hipótesis con que pueda iniciar la tarea de reflexión.