Me gustaría dedicarme ahora al análisis de lo que considero puedan ser los mayores obstáculos a la felicidad sentimental y, por tanto, conyugal. Ha quedado claro ya lo que yo quería transmitir, que es la noción bastante evidente de separación entre sexo amor y entre amor y matrimonio: el amor es un encantamiento y el matrimonio es una sociedad – el encantamiento es apenas uno de los criterios que puede definir a la sociedad.
En el pasado, el criterio era solamente racional. En estos últimos años, éste ha sido puramente sentimental y mi propuesta es que sea mixto – para quien desea casarse. Y no hay antagonismo en ello. Puedo perfectamente encantarme con una persona que sea además razonable desde los puntos de vista lógico y práctico, viable para la vida en común, o sea, con mayor madurez, ya que yo me encanto con personas que se parecen más a mí, lo cual significa desarrollo personal. Mientras yo no me sienta feliz tal como soy, de nada sirve decir: me amo o debo amarme. Sólo me contentaré con mi manera de ser cuando consiga acercarme a lo que considero ideal. Nadie se sentirá íntimamente feliz caso no se parezca a lo que valora en los seres humanos. No hay posibilidad de engañarse. Puede incluso intentar iludir a los demás, como hacen los narcisistas, sin embargo, conocen la verdad y jamás podrán aceptarse tal como son. Por eso el trabajo es largo y penoso; el individuo ha de evolucionar para realmente aceptar sus limitaciones, conocerse y trabajar seriamente en su proceso de crecimiento si desea elevar su autoestima. Y entonces la tendencia será a encantarse con personas parecidas y también a que ese encantamiento sea compatible con las necesidades prácticas de la relación conyugal.
Una de las mayores dificultades para una buena vida conyugal tiene que ver con la envidia, que es un sentimiento muy poco estudiado. En verdad, quienes más han estudiado esa emoción en nuestro medio han sido los umbandistas, pais-de-santo y otras personas ligadas a ese tipo de religión, donde el tema fundamental ha sido siempre la envidia. Los profesionales de la psicología no gustan de temas como la envidia y la vanidad, a no ser para observarlos de paso; o emplean los términos como si fuesen claros y conocidos en sus matices por todas las personas. Mi postura no es esa. Para mí, la envidia es un elemento importantísimo que deriva también de la admiración, como el amor. Nadie va a envidiar a alguien que no sea rico en cualidades, sino por admiración, al igual que amamos porque admiramos. Sólo que la sensación de envidia es de humillación: el individuo se siente inferior al compararse con las cualidades de la otra persona, herido en su vanidad y, por eso mismo, con tendencia a desarrollar una reacción de rabia, agresividad y rebelión contra aquel que le causa la envidia.
Entonces, cuanto mayores sean las diferencias entre las personas que se unen, mayor será el ingrediente de envidia, que competirá con el amor. Por tanto, la envidia estará presente en la relación con fuerza igual o mayor que el amor; en verdad, mayor que el amor en las relaciones entre opuestos, definiendo esta posición que todos conocen: las personas permanecen juntas, disputan mucho, pero no se separan, porque se admiran y se odian al mismo tiempo por no poseer los valores que tanto admiran la una en la otra. El otro es tan rico en lo que no se tiene… Por ejemplo: si para una persona tímida, que se casa con otra extrovertida, ser tímida le es penoso, su tendencia es a sentir una intensa envidia por esa persona. Y a todo tímido le parece así, porque, en la psicología americana de los últimos cuarenta años, la extroversión ha pasado a ser una cualidad, aunque no fuese esa la opinión de Schopenhauer; para él, el extrovertido es el individuo que no aguanta el tedio de estar consigo mismo.
La tendencia de la envidia es agresiva, es sabotaje, es intentar derribar al otro, es hacer daño al otro. Y esa relación define lo que podemos llamar “enemigos íntimos”, que son la gran mayoría de las relaciones conyugales donde hay disputa, tensión, acciones para sabotear, minar y destruir, a veces so pretexto de celos, utilizados incluso para encubrir la envidia. Pero es importante recordar que no todo son celos. Mucho de lo que se dicen celos es envidia. Por ejemplo: no permitir que el otro vaya aquí o allí no se hace tan sólo por miedo de que haga esto o lo otro, sino porque sólo el hecho de que lo haga ya es suficiente para disgustarme, pues estará haciendo aquello que a mí me gustaría hacer.
Es preciso registrar, además, que hay otro factor que activa mucho la cuestión de la envidia: la inmadurez; es decir, el tipo humano más narcisista, cuyo perfil se define fundamentalmente como el tipo extrovertido, egoísta, agresivo, intolerante a frustraciones, a arbitrariedades es envidioso, porque tiene de sí una pésima evaluación. La mayor prueba de que él no se ama es la enorme envidia que siente; ¡son mucho más ferinos, maldosos y profundamente envidiosos porque saben que son un timo! En las relaciones entre opuestos, casi siempre uno es más egoísta, más narcisista, mientras que el otro es más generoso, “paños calientes”, tolerante a contrariedades y, al mismo tiempo, más tímido, más quieto y que también tiene de sí – principalmente en el período de la adolescencia – un juicio muy negativo. Sin embargo, el más generoso tiene una envidia menos ferina, menos malvada, menos destructiva; tal vez sufra más, pero es menos maldoso en el sentido de actuar para derribar al otro. Entonces, uno de los ingredientes que hace más terrible la envidia es la inmadurez emocional del narcisista.
Desde 1980, en mi libro En Busca de la Felicidad, hago severas restricciones a la generosidad. Pero ella es, sin duda, un paso adelante en relación al egoísmo, que es una cosa medio sub-humana. Es el hombre sin razón, sin lógica, que quiere cuidar sólo de lo que es suyo, exactamente como cualquier animal. Y el generoso es medio sobrehumano. Éste “se pasa”, se acerca más a lo santo que a lo humano; ciertamente, uno refuerza al otro, formando una asociación que denomino “amor entre opuestos”, amor por diferencias y que Erich Fromm, en El Arte de Amar, denomina “relación sadomasoquista”, siendo que el generoso es el masoquista y el egoísta es el sádico. No me gustan estos términos a causa de la connotación sexual implícita en ellos, incluso porque, para mí, la cuestión no es sexual.Existe además otro elemento que considero muy importante: la envidia entre los sexos. Freud ya hablaba, en parte, sobre la envidia que algunas mujeres suelen tener de los hombres a causa del pene. Desarrollé más extensamente el tema de la envidia masculina en mi libro “Hombre: ¿Sexo Débil?”, que, a mi modo de ver, es mucho mayor que la femenina. La gran mayoría de los hombres envidia a las mujeres. Y ello principalmente porque durante el período de la adolescencia ellos las desean mucho más de lo que se sienten deseados. En torno a los 14 años, ellos se enamoran de las niñas y ellas prácticamente los ignoran, produciendo en ellos una sensación de inferioridad, rechazo, humillación, que semeja no desaparecer jamás. Queda una especie de espina atragantada en la garganta que, en mi opinión, está en el origen de todo machismo; ese placer masculino de derribar, agredir, depreciar, insultar a las mujeres es, seguramente, la pelusa, que se deriva de esa sensación de inferioridad sexual.
Por tanto, hay diferencias entre lo femenino y lo masculino básicamente ligadas a la importancia de la vista como desencadenante del deseo sexual. Esto en la adolescencia se transforma en algo que los hombres sienten como gran inferioridad. Este fue también el punto de vista de Freud, cuya observación consta en una pequeña nota de pie de página en uno de sus mejores trabajos titulado “El Malestar en la Civilización”, en el cual dejó un pequeño germen de esto al decir que lo que sucedió con el hombre fue el paso, por fuerza de la evolución “genética”, de la importancia del olfato hacia la de la vista. A partir de ese libro comencé a desarrollar ese aspecto hasta el límite de su importancia fundamental por no ser un hecho cualquiera; el paso hacia la visión determina la posición activa masculina, lo cual incomodó mucho a las feministas en los años 70, en los Estados Unidos, y al comienzo de los años 80 aquí en el Brasil; la palabra “activa” los hombres la registran no como algo que implica superioridad, sino inferioridad, porque ser activo no es una ventaja: aproximarse a una mujer y poder escuchar un “no” es una sensación de riesgo que no agrada a nadie.
La inferioridad sexual masculina lógicamente también está presente en la “hora H”. El hombre puede fracasar y su fracaso es ostensivo, es público; toda la cultura machista, curiosamente, alabó las ventajas del hombre hasta para neutralizar esa inferioridad; ¡esto le estorbó todavía más, porque después él no consiguió corresponder a esa superioridad masculina que la cultura tanto había alabado! ¿Sabéis por qué? ¡Porque es falsa! El machismo oprime, ante todo, al propio hombre. Entonces, en la “hora H” no puede haber erección. Y ¿cómo queda el hombre frente a esa posibilidad todo el tiempo? Sintiéndose cada vez más inferior. Mejor dicho, cuanto más se alabe una superioridad que no existe, más inferior se sentirá – y obviamente con rabia; pero no es una rabia que se origina de la nada: es rabia de hombre que deseaba ser mujer. Hay aquellos que lo saben y aceptan esa verdad más dócilmente – tal vez sean envidiosos menos peligrosos. Los homosexuales muchas veces ostentan esa postura, y en el límite de esto están los travestís. No hay muchos casos de lo contrario, o sea, hay muchos más hombres deseando ser mujer que viceversa (el carnaval es prueba de ello). Entonces, son hechos y no hipótesis. La envidia femenina es menor y no es universal.
Muchas chicas, cuando eran crías, hubieran querido ser hombres por las ventajas sociales que ese hecho conlleva: el niño puede jugar en la calle, hacer pis de pie en el baño, en la carretera, en el coche, etc. En fin, pequeñas ventajas técnicas. Al acercarse a los 14 años – especialmente cuando empiezan a crecer los pechitos, se vuelven más guapitas y los niños empiezan a meterse con ellas – se olvidan rápidamente de que querían ser hombre. Ahora, lo que desean es provocar a los hombres y tenerles en sus manos. Puede ser que todavía reste una pequeña irritación contra los hombres, vestigios del tiempo de la infancia, que, en ciertas mujeres, se transforma en un deseo de dominación a veces más maldoso, causante de dificultades sexuales en esas personas. La no aceptación de la condición femenina es cosa importante, pero no es ese el tema aquí.
Hay, además, otro factor ligado a esa elección entre opuestos, común en los primeros años de la mocedad: es el elemento erótico, que muy frecuentemente inclina hacia un encantamiento entre opuestos. Especialmente en la psicología masculina, la sexualidad acaba teniendo relación con la rabia, con la agresividad, más que con el amor. Una de las cosas más tristes de la psicología masculina – y una de las más difíciles de la relación hombre/mujer – es el hecho de que el deseo sexual masculino es mucho mayor cuando existe cierto ingrediente de rabia y no un gran amor.
No obstante, en el gran encantamiento amoroso y, sobre todo, en la pasión, la tendencia es a la total inhibición sexual masculina – por lo menos durante un cierto tiempo. Esto dio origen, por ejemplo, al amor romántico en los siglos XVIII y XIX, cuando todos los poetas alabaron como amor verdadero el platónico, o sea, asexuado, y cuando el encantamiento amoroso era de tal importancia que lo sexual quedó rebajado. Tal vez la ternura crecía hasta el punto de bloquear la rijosidad. Pero, a mi entender, el fenómeno es más complicado que esto. La ternura, cuando crece, corre por el mismo camino, obstruyendo la rijosidad que se activa más por la ira y por la agresividad; toda la cultura masculina es en ese sentido.
Dicho sea a propósito que las propias palabrotas, que son terminología básicamente masculina, son el reflejo claro de esto: definen esa asociación entre sexualidad y agresividad. Son términos de connotación claramente sexual empleados con propósito agresivo, definiendo esa relación entre sexualidad y agresividad, presente en la mayor parte de los hombres, y que sin duda puede llevar a un hombre a encantarse por una mujer que le provoca rabia y, consiguientemente rijosidad y no amor. Y la mujer que provoca rabia en general es lo opuesto a él, la que lo irrita mucho; las personas que actúan y piensan de manera totalmente diversa de la nuestra acaban por provocar rabia, y esa rabia puede provocar la rijosidad. Y si el elemento erótico es muy importante en la elección, más que el elemento racional y de admiración que define el amor, puede perfectamente ser un factor más que llevará a una elección inadecuada, que es evidentemente el mayor problema de las relaciones conyugales.