Éramos muy jóvenes y danzábamos el Carnaval en el salón de fiestas de nuestro pueblo del interior. En el palco, una animada orquesta tocaba canciones que hablaban de risas, alegrías, payasos, colombinas y pierrots enamorados.
El lanza-perfume era libre para los jaraneros y aún tengo grabada la escena de los chavales aspirando pañuelos empapados en el anestésico.
Los padres permanecían sentados en las mesas estirando el cuello para controlar a las hijas. Los niños “no necesitaban control” y revoloteaban en torno a las chavalas más guapas, dejando a las más feas por cuenta del destino. Debe ser por eso que se inventaron los bailes de máscaras, para que las niñas feas no se quedasen a verlas venir, como era mi caso.
Era un tiempo inocente. Un tiempo de romance, frío en la barriga, teléfonos fijos que tocaban a la hora de la cena y todas salían corriendo de la mesa para atender, rezando para que al otro lado del hilo estuviese el que les dio la serenata de la noche anterior. Sí, había serenatas donde hombres enamorados tocaban la guitarra para sus pretendidas bajo la ventana…
A las mujeres se las preparaba para el matrimonio. Sabían cocinar comiditas deliciosas para antes o después del amor (como decía Vinicius de Moraes). E incluso después de la universidad, de echarse al mercado de trabajo y salir bien paradas en esa tarea, continuaban sabiendo cocinar, aunque no fuese más que el fin de semana.
Después venían los hijos, los ascensos en los empleos, la mudanza de casa, de ciudad, de país incluso. Y las mujeres seguían sabiendo cocinar.
Era raro oír que una mujer se había hecho la cirugía plástica. Entraban en el hospital para emergencias médicas o para tener hijos. La anestesia era un recurso extremo.
Sabíamos que lo que de veras cautivaba al sexo opuesto era aquella belleza natural, algo de barriguita, cabellos sueltos sin chapitas, ni laca, postizos o extensiones artificiales. Y, sobre todo, era bueno tener siempre por cerca una comida deliciosa, preparada con amor y afecto. Había un refrán que decía “¡a los hombres se les conquista por el estómago!”
La mujer modelo para la brasileña era Sonia Braga en sus 18 años: morena, bien hecha de cuerpo, natural, con aroma de agua de mar, ¡emanando pétalos de rosa por la sonrisa blanca de flor de azahar!
La morena eternizada por Jorge Amado: ¡clavo y canela, Gabriela!
Antes de empezar a imitar a la mujer americana, la mujer brasileña tenía cara y cuerpo propios. Los senos no se compraban en la farmacia y el pompis estaba hecho de músculos y no de plástico.
La alegría venía del fondo del alma, herencia de los indios, de los negros, de mamá África. ¡Éramos felices todos los días del año! No se compraba la felicidad en blísteres y con plazo de caducidad.
¡El éxtasis era un sentimiento que se nutría durante nueve meses y estallaba cuando el médico acogía a un nuevo hijo llegando a este mundo!
Claro que había la droga circulando por todo el planeta. Lo que no había era la apertura que hay hoy para hablar de ella. Quizá por eso este tema estuviera tan distante de nosotros.
Los tabúes eran tantos que, lo recuerdo con precisión, cuando alguien tenía cáncer en la familia, esa palabra no se pronunciaba. La persona tenía CA.
Créelo si quieres, pero los procedimientos terapéuticos de un psiquiatra eran tan poco conocidos que había una mirada de susto y miedo cuando alguien dejaba escapar el secreto: un adolescente del barrio estaba acudiendo a un psiquiatra… ¡pero en otra ciudad! Es cierto, hemos caminado mucho, ¡mucho de veras!
Pero, allá en el fondo, en el fondo, siento cierta añoranza por los tiempos inocentes. Había un misterio por venir, un desafío que comprender, una profunda esperanza en el futuro que se adentraba un poco cada día.
En el silencio de la formalidad, en la callada de la noche, en el intervalo entre un acorde y otro, pulsaba una curiosidad que nos impulsaba hacia el conocimiento.
Éste venía impreso en libros, era transmitido a través de apostillas, traducciones, horas de conversación y atención en las salas de clase. Que eran limpias, tenían cortinas blancas, pupitres barnizados, profesores excepcionales, capaces de motivar al grupo, hábiles en la magia de revelar lo nuevo. A los cuales llevábamos todas las mañanas una manzana colorada. Y de los cuales recibíamos, al cabo de largo tiempo, un canuto azul.
Me parece recordar que, en esa ocasión, llevábamos un disfraz. Creo que era una toga. Íbamos en bloque a desfilar con ese canuto después de recibirlo. Sólo no consigo recordar quién confeccionaba esos disfraces…
Pero soy antigua y mi memoria no anda bien.
Por favor, no me tomes a mal. Hoy es carnaval.
Izabel Telles é terapeuta holística e sensitiva formada pelo American Institute for Mental Imagery de Nova Iorque. Tem três livros publicados: "O outro lado da alma", pela Axis Mundi, "Feche os olhos e veja" e "O livro das transformações" pela Editora Agora. Visite meu Instagram. Email: Visite o Site do Autor