¿Cómo definir a una persona mala? ¿Se trata de una característica innata o es algo adquirido a lo largo de los años de formación? ¿Cómo ayudar a alguien a progresar moralmente?
Respuesta: Se trata de una cuestión muy compleja, pero pienso que, en la gran mayoría de los casos, la maldad es hija de la debilidad. O sea, no creo que haya personas a quienes guste ser malas y se enorgullezcan de ello. Los actos maldosos son, casi siempre, derivados de emociones que han escapado al control de la persona, especialmente los que dependen de la envidia: al admirar y valorar algo en otra persona, la criatura más débil se siente disminuida y humillada por la presencia de tal virtud. No siendo capaz de contenerse, reacciona violentamente ante lo que le pareció una agresión – la presencia, en el otro, de la cualidad admirada que no se tiene. Personas inmaduras, egoístas y con poca tolerancia a las contrariedades y frustraciones, son las que integran el colectivo de los que llamamos malos, precisamente porque embisten contra nosotros sin que les hayamos hecho nada negativo. Reaccionan con rabia por el simple hecho de ser como somos, ya que eso les pone de manifiesto sus limitaciones e incompetencias. Por ello considero que si esas personas egoístas y envidiosas lograsen evolucionar emocionalmente, lo cual implica aprender a tolerar mejor las penas de la vida, podrían perfectamente convertirse en criaturas portadoras de las virtudes que tanto envidian. Todo esto forma parte de nuestras adquisiciones a lo largo de la vida y puede ser alcanzado a cualquier edad. Lo cierto es que los egoístas gustan de hacer ver que son felices, pero esto no es verdad. Quien es feliz no procede de forma agresiva – además, gratuitamente – contra nadie. La persona feliz no tiene tanta envidia, no es tan insegura ni celosa. Es hora de que pensemos de forma más seria sobre nuestros valores morales y los de las personas que nos rodean. Una sociedad que defina de modo más claro qué son virtudes y qué son vicios, ayudará tanto a los adultos como a sus niños a evolucionar de forma más rápida en dirección a la madurez emocional y moral, condición fundamental para que las personas puedan sentirse felices, orgullosas de sí mismas y, por lo tanto, menos envidiosas. Quien está bien se preocupa menos con los demás, con lo que tienen o dejan de tener. Lo que están es interesadas en alcanzar sus objetivos.
¿Cómo puedo aceptarme y tener una buena imagen de mí mismo cuando no consigo que me guste mi propia madre? ¿Qué hacer cuando lo que sentimos está en franca oposición con lo que nos gustaría sentir? ¿Hay que aceptar ese sentimiento o servirse de la razón para intentar alterarlo?
Respuesta: Tenemos que comprender que la razón no tiene poderes para alterar nuestros sentimientos. No podemos hacer que nos guste alguien por decreto, del mismo modo que no podemos dejar de tener envidia cuando nos sentimos muy por debajo de alguna otra persona, rabia cuando nos hacen daño o encantamiento cuando alguien nos fascina. Las emociones humanas tienen autonomía y son gobernadas por una parte de nuestra mente que, por lo regular, está en franca conexión con la verdad, con los hechos que las determinan. Así, si una madre procede de forma destructiva y, consciente o inconscientemente, tiende a perjudicar la evolución de su hijo o hija, no hay modo de no estar resentidos con ella, lo cual incapacita al hijo para amarla. Aunque estemos educados para tener que amar a padre y madre, pues a fin de cuentas nos han generado y cuidado durante la infancia, no conseguiremos sentir ese amor si el comportamiento materno no es conforme a lo que esperamos: dar cariño, protección genuina, intentar hacernos crecer y prosperar. Muchas madres son incapaces de contribuir a la evolución de sus hijos por temer ser abandonadas en caso de que ellos se sientan fuertes. Esa es una de las contradicciones de la vida, a que las madres habrán de enfrentarse: ¡es su deber contribuir a fin de que sus hijos se hagan libres e independientes de ellas! No es nada fácil, de modo que algunos discretos tropiezos maternos tienen que ser pasados por alto. Ahora bien, no es posible amar a alguien que tiene por política fundamental sabotearnos y debilitarnos.
Hay personas, no pocas, que están excesivamente preocupadas con la opinión que “los demás” tienen de ellas. ¿Cómo hacer para no dar importancia a la opinión ajena respecto de nosotros, condición fundamental para sentirnos más libres? ¿Existen, de veras, personas tan libres?
Respuesta: Claro que hay personas capaces de dar menos importancia a la opinión de aquellos con quienes conviven. Sin embargo, no conozco a nadie que no tenga alguna preocupación por agradar a sus semejantes y que esté totalmente desligado y despreocupado de la imagen que irradia. En realidad, creo que dar alguna atención a la opinión ajena es incluso bueno; vivimos en sociedad y tenemos que saber cómo nos ven las otras personas, cómo nos evalúan y qué sentimientos despertamos en ellas. Esto no significa que tengamos con convertirnos en esclavos de esto hasta el punto de perder totalmente nuestra espontaneidad e individualidad. Por otra parte, la preocupación excesiva es indicativa de que nos sentimos particularmente inseguros acerca de nuestra capacidad de ser aceptados tal como somos. No creo que sea el caso si una persona deja de ser y de actuar según sus convicciones solamente con el objetivo de agradar a “los demás” – o entonces con el propósito de evitar su envidia. La preocupación excesiva ha de ser combatida de modo práctico: tenemos que colocarnos tal como somos y observar las reacciones que despertamos. Sí, porque muchas veces tenemos una idea preconcebida de que no seremos aceptados debido a esta o aquella peculiaridad y tratamos de ocultarla; lo que pasa es que, al proceder así, nunca más comprobamos nuestra idea con hechos, y puede que nos mantengamos fieles a ella sin que sea verdadera. Por ejemplo, podemos avergonzarnos mucho de tener determinados temores y tratamos de ocultarlos a nuestros conocidos. Cuando reunimos coraje y revelamos nuestra “debilidad”, descubrimos no solo que es bien recibida, sino que además induce al interlocutor a hacernos confidentes de sus propias debilidades. La sinceridad es un excelente ingrediente cuando pretendemos agradar a nuestros semejantes. ¡Mostrar debilidades es signo de fuerza!¿Puede ocurrir que un hombre – o una mujer – que esté bien en su relación amorosa, sea infiel (y varias veces), sin que esto signifique que se trata de una mala persona, sin valores definidos y que puede proceder de manera desleal también en otras áreas de la vida?
Respuesta: Considero que sí, a pesar de que la gran mayoría de las personas que no respetan el derecho de sus parejas tiende a observar conductas dudosas también en otras áreas de la convivencia. No obstante, puede haber personas, especialmente hombres, que hayan sido educados en una atmósfera tal que la vida sexual fuera de la relación afectiva no implique ningún tipo de delito. Han aprendido con sus padres, tíos y amigos que se trata de una prerrogativa masculina, que el sexo es algo que puede y debe ser practicado fuera del matrimonio y que esto no es inmoral, ni implica deslealtad. Ese tipo de actitudes casi siempre es censurado por esos mismos hombres cuando lo practican mujeres, sus esposas, hijas u otras con las que se relacionen íntimamente. Se trata de una creencia, algo que se da por bueno sin siquiera reflexionar sobre el tema, algo que hemos aprendido desde pequeños y ni siquiera nos disponemos a reflexionar sobre la cuestión, pues la consideramos una verdad en sí. Claro que se trata de postura un tanto acomodada, pero todavía presente en muchos hombres de bien. Ahora bien, la regla general es siempre la misma: quien no es atento y preocupado con los derechos de sus parejas en un área de la vida tiende a proceder de forma similar en otras áreas y también en otras relaciones.