Esta es “La gota”, foto de Zahira, una española de Madrid, orgullosa en el Flickr de su primera foto de movimiento.
“¡De la vida lo quiero todo!”, dice ella, en un desafío. “¿Todo?” Ella ríe, como adivinando… “Bueno, solo los mejores momentos”. Yo aparto el cabello que se empeña en ocultar su mirada sin pudores, e intento recordar en qué momento de la vida descubrimos realmente que la pasión tiene ese rostro inocente, salvaje, amoral…
“Esa cosa tibia de los mejores momentos, no tiene nada que ver con el ‘todo de la vida’, ya sabes”. Digo yo. ¿Sabes? Hay que quitar el punto final de la frase, sustituirlo por una pausa-coma-respira-traga y añadir lo fundamental al deseo de la niña. “De la vida, lo quiero todo, hasta la última lágrima, hasta la última risa”. Osa imaginar esto, osa decirlo en voz alta, osa, todavía, repetir: “De la vida, lo quiero todo, hasta la última lágrima, hasta la última risa”. Y sabrás lo que es ‘pasión’.
Los griegos solían transformar nuestras humanidades en abstracciones visuales, y dotarlas de carne, sangre y sudor. Abstracciones vivas y llenas de colores, dioses, dáimones, seres hechos de percepciones y de sueños. Por eso es siempre tan fascinante empezar cualquier reflexión sobre nosotros con una inmersión en la mitología griega.
Y cuentan los mitos que cuando Afrodita, la diosa de la Belleza, hija de Urano, el señor del Tiempo, nació en la espuma del mar, un cortejo de criaturas aladas vino a recibirla. Eros, el dios del Amor, y sus hermanos, los jóvenes hijos del Viento: Anteros, Himeros y Pothos.
Eros, el Amor, ya es conocido, porque suyo es el gran impulso inicial y suyas fueron las flechas que fertilizaron el universo. Pero juntamente con él, en las cerámicas y en la imaginación, surgen otras caras del amor: Anteros, el amor compartido, Himeros, el deseo físico, y Pothos, la pasión, o ese tipo de amor que jamás se realiza completamente.
Hijo de Céfiro, el viento, y de Iris, el arco colorido que adorna los cielos de lluvia, Pothos era puro deseo. Los griegos hablaban de “anhelo de aquello que nunca está allí”, impulso en dirección a lo que siempre se nos está escapando, nostalgia de un “no sé qué” que nos falta.
ESO sería la pasión. Apasionados estamos cuando el horizonte lejano nos hace soñar con mundos extraordinarios, cuando las nubes escriben versos de amor en el cielo, cuando somos tocados por la belleza de todas las formas, cuando creemos en cosas imposibles, cuando, de repente, de la nada, un día así de mañanita, logramos vislumbrar por una rendija del universo la danza de las posibilidades infinitas.
Apasionada es la bailarina que siempre baila su última danza, el artista que pinta para no morir, el atleta que se equilibra en el abismo, el músico a la caza de armonías, el soñador que persigue la paz…
El camino de los apasionados, como sabían los griegos y nosotros ya empezábamos a sospechar, está lejos de ser fácil o “bonito”. La pasión tiene colores fuertes, y huele a sangre. No es tibia. Por el contrario, enseñaría García Lorca, hablando del “duende”, la pasión con los colores de España: “Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos”. O sea, apasionados, entonces, somos nosotros, cuando decimos: ¡de la vida lo quiero todo, incluso sabiendo que ese todo es pura añoranza!
Esos griegos ¿eran o no eran grandes anatomistas del alma?
Este artículo se ha publicado originalmente en la revista Top Magazine.
Adília Belotti é jornalista e mãe de quatro filhos e também é colunista do Somos Todos UM. Sou apaixonada por livros, pelas idéias, pelas pessoas, não necessariamente nesta ordem...
Em 2006 lançou seu primeiro livro Toques da Alma. Email: [email protected] Visite o Site do Autor