Preguntaron al rabino: ¿cuándo empieza la vida? Y él contestó: ¡La vida empieza cuando se marchan de casa los hijos y se muere el perro!
¡Me encanta esa historia, hasta me quedo imaginando la sonrisa maliciosa del rabino sabio y la perplejidad del aprendiz! Buena parte de mis amigos está en la fase nido vacío, rebuscando allá en el fondo de todo para ver qué ha quedado debajo de la paja... y yo me quedo pensando: OK, se comprende la cuestión de los hijos, pero ¿por qué el perro?
Hoy, paseando con Zuza, esa border collie hiperactiva y con déficit de atención, que nació hace un año en mi casa, tan brillante que bromeamos con que parece una nutria (¿?!), me he dado cuenta de lo que el rabino quería decir. ¡Ritmo! ¡Esa es la palabra! ¡Ritmo!
Desde que nacemos seguimos un patrón más o menos previsible, aprendemos a caminar, a andar en bicicleta, a lidiar con el acné, con los corazones partidos, presumimos de diplomas, estamos orgullosos con el primer empleo, con el segundo, con el tercero; celebramos la mejora del sueldo, descubrimos al otro, nos casamos, tenemos hijos que han de aprender a caminar, a andar en bici, a hacer los deberes, presumir por fin de diploma y meterse en el mundo... y aquí es más o menos cuando ellos se marchan de casa, llevándose nuestras costumbres, nuestras certezas, enhebrando una nota final, disonante, en aquella sinfonía tan familiar de movimientos... De repente, ellos se van, y los allegros y los prestísimos hacen falta, la pausa en lugar de los pasos del minueto alucinado que ellos nos hacían bailar, disgusta.
Y la vida pierde el ritmo.
Y aquí es donde entra el perro. Fui a caminar con Zuza ayer, y la semana pasada. Dos ensayos sin mucha gracia, más por descargo de conciencia que por placer. Fue lo bastante para que hoy ella viniese a reclamar mi presencia en la danza del día. ¿Quieres danzar? Pereza... Venga ¿vamos? Y menea la cola, convincente.
Allá me voy a rastras a la calle, pensando que los perros, como los bebés y los hijos, son grandes creadores de ritmos. Sin siquiera darnos cuenta enteramente de cómo ha podido suceder, un día nos vemos irresistiblemente seducidos, arrastrados por la mano o por la correa, volteando por armonías ahora simples ahora disonantes, nota, pausa, intervalo, nota, pausa... ¡bravo!!!
Confortablemente instalados tras el cochecito de bebé, del triciclo, de la bici con ruedecillas, del primer coche, de la cola que se menea, de la correa que arrastra, se deja uno llevar por el ritmo de ellos y se equivoca pensando que somos nosotros los maestros. Por el contrario, son ellos quienes marcan los compases de nuestra vida y vamos extrayendo de aquí y de allí acordes simples, de notas rápidas, apresuradas, incluso de aquellos movimientos en que estamos al fin solos, muy lejos de ellos...
Un día ellos se marchan y el mundo se queda silencioso. Nos entra una añoranza loca, incluso de los momentos de adagios y andantes, largos y lentos. Perdemos la gracia...
Pero ¿no es justamente en el silencio donde nacen todos los ritmos? El acorde siguiente, ¿no brota de la pausa? Y entonces, casi sin sentir, te pillas tamborileando en la mesa o marcando un ritmo con los pies en el suelo, miras al frente, reconoces a la pareja antigua de la primera danza, del primer baile. Percibes entonces que la vida acaba de empezar... ¡el rabino, como pasa siempre con los rabinos de las historias, tenía razón!
Adília Belotti é jornalista e mãe de quatro filhos e também é colunista do Somos Todos UM. Sou apaixonada por livros, pelas idéias, pelas pessoas, não necessariamente nesta ordem...
Em 2006 lançou seu primeiro livro Toques da Alma. Email: [email protected] Visite o Site do Autor