Cuando pensamos que la organización de la pareja es un concierto económico y que la energía ($$) tiene que ser disciplinada para fluir, vemos que la tradición lo había resuelto muy bien: solo el hombre era productivo y solamente él, como cabeza de la familia y de la pareja, podía tomar decisiones y encaminar la energía a donde mejor le pareciese. Naturalmente los objetivos de toda la familia, sus deseos y posibilidades existenciales dependían de estas decisiones que emanaban, a falta de mejor denominación, del poder central (¡centralizador!) masculino. De este modo el conflicto y la discordia se mantenían alejados. Alguien podía (el hombre) y alguien dependía (la mujer).
Cuando la pareja moderna se ve frente a la contingencia de decidir qué rumbos debe tomar la energía ($$) percibe que la división de tareas y de responsabilidades es hoy mucho más difícil y complicada. Muchas veces el sueldo de ella es mayor que el de él y, hoy lo sabemos, la mujer es responsable por la compra de toda la familia, mucho más que el hombre.
Antiguamente la mujer recibía una cantidad y tenía que sacar de allí el sostenimiento de todos para un determinado período. El hombre decidía, a veces bien otras veces mal, cuál podía ser este importe. Como él no detentaba las informaciones prácticas, podía estar en una ilusión respecto de cuestiones de presupuestos y gastos, lo cual propiciaba a la mujer el poder que le había sido robado: o sea, cada cual estaba escondido en su papel y la naturaleza tenía opción para entrar y hacer suceder las cosas en un ámbito intermedio entre las especializaciones de papel de uno y de otro. Este espacio hoy ya no existe.
Hoy se discute la cuestión entre los dos: quién puede o debe gastar el $$ y en qué; quién tiene poder de veto; quién puede gastar consigo mismo; qué es el traicionar los compromisos conjugados y qué es andar dentro del contrato conyugal en asunto de gastos en general.
Por lo regular, la cuestión se ancora en el ámbito del deseo, como factor personal, pues cada uno de nosotros desarrolla maneras personales de lidiar con frustraciones, aplazamientos, prórrogas y cambios de última hora en los planes deseados. Variamos enormemente en cuanto a la flexibilidad en este asunto.
En una pareja hipotética Ella es muy explícita cuando se trata de deseo y de impulso. Cuando ella ya ha cerrado cuestión en torno a una decisión ancorada en un deseo Él siente como inútil cualquier intervención, pues da lugar a una disputa cierta. Está implícito que él no puede impedir nada y que le corresponde el papel secundario de aquel que corrobora una decisión en torno a la cual nada ha deliberado. Así parece que él se ha mostrado conforme y todo está bien. Siempre, claro está, que lo que ella ha decidido comprar se compre y punto. Antes ella lo consulta para tener su anuencia y su aval (no vayas a protestar después, ¿eh?). Él, bastante más mental, es capaz de lidiar con su deseo y dejar de identificarse con él o incluso aplazarlo indefinidamente (o sea, él necesita mejorar la conexión con sus propios deseos), si no la fuerte opinión de ella siempre va a imperar. Para Ella, el modo en cómo Él explicita deseo no marca ni llama la atención, ni siquiera es percibido como tal, pues ella está acostumbrada a manifestar deseo con cargas afectivas que signifiquen cuestión de vida o muerte, donde la negociación es mínima y la firmeza ha de ser máxima. Lógicamente aquel que tiene algún “juego de cintura” paga el precio de la frustración.
El problema en este ejemplo es la posibilidad de que la pareja se estabilice en una especialización de papel, fijando rígidamente las reglas del juego, lo cual ocurre siempre, al igual que en cualquier otro campo de la vida, estigmatizando a ambas partes en una contienda de poder, donde, al final, solo habrá frustrados y disgustados.
Para no necesitar adaptaciones nuevas, es preciso que repitamos y repitamos nuestros hábitos, rutinas, nuestro “conocido”, nuestro ámbito de ser ya familiar, al cual denominamos YO. Es duro reconocer que éste es tan solo nuestro nada solapado robot interiorizado, el fruto acabado de la organización y estructuración de nuestras manías, más el concurso inestimable de nuestro apego y fijación a las mismas.