No me parece que estemos dando la importancia debida a lo que está sucediendo en lo íntimo de nuestra vida conyugal y en las relaciones amorosas de un modo general. Estamos viviendo una revolución de importancia mayor, que puede definirse así: si antes la vida en común estaba fundada en la buena capacidad de las personas para hacer concesiones, para abrir mano de sus deseos e intereses en favor del otro y teniendo por objeto la armonía a toda costa, hoy en día nuestra capacidad para conceder ha menguado mucho y la disposición que tenemos es para que respeten nuestros deseos, intereses y nuestro modo de encaminar las cosas de la vida.
Puede parecer poca cosa, pero en realidad se trata de una alteración fundamental, porque se funda en una modificación de la manera en cómo estamos pensando y vivenciando el fenómeno amoroso. La verdad es que el individualismo está creciendo juntamente con el desarrollo tecnológico que nos ha traído la posibilidad de ocuparnos con la televisión, el computador, el equipo de sonido individual que podemos escuchar en cualquier lugar... Podemos entretenernos cada vez mejor sin compañía, de modo que tendemos a hacernos más selectivos en cuanto a la convivencia. Esto es un avance, una cosa buena. El individualismo no es egoísmo, como muchos piensan. ¡El egoísta no es un individualista porque él necesita de los demás para servirle! Está a favor de la vida en grupo porque intentará obtener ventajas en la convivencia con las personas.
La idea que reinaba durante los tiempos del romanticismo – que tiene sus días contados – era la de que nosotros somos mitades, criaturas que solo se completaban al encontrar a la otra parte, que era su complemento. Esta otra mitad podría ser lo que nos faltaba: la tapadera de la olla o la mitad de la naranja que nos redondeaba. Mitades diferentes tendían a atraerse más intensamente, de modo que la gran mayoría de los matrimonios se establecía – y todavía hoy están así las cosas, solo que en rápido proceso de cambio – entre personas bastante diferentes. Está claro que la vida en común padecía grandes desaciertos y desencuentros, de modo que solo podría sobrevivir gracias a la gran capacidad de hacer concesiones por parte de las personas implicadas.
Es bueno decir además que, en esas parejas, casi siempre uno hacía concesiones y el otro era exigente e imprimía su ritmo a la vida en común. O sea, siempre se ha alabado la capacidad de conceder de las personas, pero quien de veras concedía era tan solo uno de los miembros de la pareja. El otro, el más egoísta, siempre cuidó de su interés por encima de los otros miembros de la familia. El generoso concedía y el egoísta sacaba tajada. El que concedía se sentía superior, mejor, más elevado, y el egoísta se creía el más listo porque obtenía beneficios más fácilmente. La verdad es que, de una forma o de otra, ambos se volvían extremadamente interdependientes. No hay egoísta sin que exista el generoso y no hay generosidad que se pueda ejercer si no existe el egoísmo que recibe los favores. La dependencia recíproca se producía porque las personas no lograban imaginarse solas. La idea reinante era la de que es imposible ser feliz solo. Una mitad no puede sostenerse más que al lado de la otra mitad.
Gracias al adelanto tecnológico que nos ha venido haciendo más competentes para permanecer en soledad, poco a poco hemos descubierto que no somos mitades, ¡sino enteros! Somos enteros que nos sentimos incompletos, con un vacío en la boca del estómago, pero somos más conscientes de que somos unidad y no una fracción. La relación amorosa que está naciendo es, por lo tanto, diferente de la del romanticismo del siglo XIX y comienzos del XX. Cambian las reglas de la relación y esto no quiere decir que el amor esté a la baja. Por el contrario, está cambiando y adaptándose a los nuevos tiempos. Los enteros que se aproximan forman pares más inestables, pares que pueden separarse.
Estamos frente a otro importante factor de desencuentro entre los sexos. Otra vez nos deparamos con el complicado problema que consiste en no saber lidiar con nuestras diferencias. Éstas, cuando mal entendidas, son factor de ofensa, humillación y rechazo.
Algunas mujeres pueden haberse sentido violentadas porque sus hombres las han querido poseer incluso en contra de la voluntad de ellas, mientras que algunos hombres se han sentido rechazados porque no han encontrado mujeres disponibles precisamente en aquel día. Es importante y urgente que consigamos acumular más informaciones acerca de cómo varía la disponibilidad de la mujer durante el ciclo menstrual.
No creo que las mujeres se sientan interesadas en los intercambios de caricias eróticas durante todos los días del mes, de modo que no creo que vivan en un celo permanente. Por cierto, me parece inconveniente e inoportuno el uso del término celo para referirnos a lo que ocurre en nuestra especie. El hecho de que provoquen a los hombres de modo permanente no puede ser confundido con lo que sucede en la intimidad de ellas. Está claro que, siendo racionales, podemos mucho más de lo que manda nuestra biología. Así, una mujer podrá tener relaciones sexuales siempre, incluso en aquellos períodos que no coinciden con su disponibilidad mayor. Esto ocurrirá cuando el deseo de agradar al compañero sea mayor que la resistencia biológica que por ventura encuentre. Además, es probable que haya grandes diferencias individuales tanto en la intensidad del deseo sexual como en la interferencia del ciclo hormonal sobre el deseo.